Para mi amigo de toda la vida, mi carnal Víctor Hugo Dávila Heredia
Al Lobito, por donde andes amigo, carnalito.
EL LOBITO
El Tote está en casa del Lobito. Está a oscuras, pero los ilumina un pequeño foco que instaló en una gorra de beisbolista. Está platicando sobre las características de un dinamo. Luego explica la fricción de los objetos para posteriormente abordar los aspectos del magnetismo, los cuales son complicados de explicar, más al Tote, quien requiere de “palitos y bolitas” para entender todo lo relacionado con las matemáticas y la física. Por eso toma una herradura y la avienta hacia la puerta de la casa del Lobito. Y queda ahí, magnetizándola.
Y pareciera que sus padres, que no están en ese momento, no le dicen nada por tener la casa repleta de cubetas con pernos, tornillos, partes de televisores, radios, focos, material eléctrico y electrónico. Tiene infinidad de enciclopedias, libros “científicos”, como les dice. Hay un titipuchal de apuntes en libretas y carpetas desgarbadas, que están al lado de su calculadora “Texas Instruments”.
El Lobito, aunque pequeño como el Tote o Hugo, cuenta con bigote y barba, que en conjunto asemejan un triángulo, contenido por largas patillas. Se viste con pantalón de mezclilla y camisa de leñador como si anduviera en un bosque, que siempre está entreabierta, dejando entrelucir su largo pelo que le crece por el rumbo del pecho, y se intuye que, por otros lados, ya que al Lobito no le gusta eso de quitarse la playera y correr por el patio cuando llueve desaforadamente. Siempre anda bien cubierto. Además, el Lobito es serio. Ni por asomo escucha música. Sólo ríe cuando alguno de sus inventos germina en la palma de sus manos.
(Estoy punzando la memoria. No recuerdo el nombre del Lobito. Pregunto a mis hermanas, conocidos que he logrado contactar de aquellos tiempos, y nada. El Lobito es el Lobito.)
“Ese cuate es bien chingón”, decía Hugo cuando lo veía reparando aquellos televisores de bulbos, radios, consolas, o cuando le hacía de “conejo de laboratorio”, y tenía que pedalear esa bicicleta con pequeños ventiladores puestos en el manubrio, que se energizaban con dinamos colocados en las ruedas, o utilizar aquella resortera, cuyos piedras llegaron a romper un lejanísimo ventanal. Su casa se iluminaba con la fuerza de la tracción de su mente.
De la escuela primaria nada que decir, porque no se le veía por esos “parejes desafortunados de sumas y restas.” Todos decían que era un niño prodigio, que podía ir a la universidad. Era una de esas cosas misteriosas que lo rodeaban, como sus padres que llegaban muy noche a su casa, y nunca se les vio regañándolo.
El Lobito siempre dejaba perplejos a aquellos chamacos, quienes sólo lo escuchaban, dado ¿Qué le podría decir un chamaco como el Tote o Hugo, que solamente platicaban de “yoyos” o querían estar jugando “bolillo” o canicas? Nunca se le vio al Lobito aventar un trompo o echarse una cascarita de futbol. Él era un científico nato, por ello iba de invento en invento, como aquel carrito de “triple tracción” y tenía en mente fabricar una silla espacial. Las ecuaciones y pláticas de teorías como la relatividad de Einstein, surgían a grandes goterones: en su mente llovían luces de bengala. El Lobito era como Ciro Peraloca, quien creo aún no aparecía en la televisión.
El Tote observa al Lobito, quien está hablando de la velocidad de la luz, de las distancias entre los planetas, de diversas teorías, inentendibles para el Tote y sus amiguitos, que señalan: “Eres bien chingón Lobito, cuando seas famoso nos iremos contigo a viajar alrededor del mundo, y a ver si es neta que hay agua en marte.”
El Tote y Hugo sonríen. Siempre son parejas en las retas de soccer, juegos de canicas, de lo que sea. El patio de la vecindad y de la primaria los hermana. De repente, corren por todo el patio, lo traspasan. Dicen: “quien llegue primero a la pulcata “La Bella Carolina” ganará la apuesta de darle al otro lo que traiga de canicas en sus bolsillos.” Llegan a la par a esa esquina. Están cansados, pero son unos sonrientes chamacos. Se abrazan por los hombros y dan la vuelta a la manzana. Es un abrazo bien chingón, de cuates, que perdurará toda su vida: el Tote y Hugo suelen dar un rol por ahí, y regresan a este recuerdo, dando la vuelta a esa esquina.
DÍAS COMPLICADOS
Las canicas giran buscando el hoyo que las fortalece. Son como cuerpos bajando, enfilándose a su agujero negro. Somos trompos dando vueltas, vueltas, a veces inclinándose, a punto de caer, pero seguimos girando, depende la fuerza cuando jalaste el cordel, amigo.
Hugo llora desconsoladamente al ver partir a su hermano Mardo, quien entró a estudiar a la naval para viajar por el mundo, según le dijeron sus padres. Para que entienda, le dicen que por allá estará encerrado, pero a buen resguardo. Hugo no lo comprende, por eso el Tote está con él y como cuates que son, está llorando, para decirle a su amigo que cuenta con su apoyo. A ciencia cierta no sabe cuál apoyo, pero así le dice cuando regresan a la vecindad, el 41, como la llaman.
Fueron días complicados para su amigo, dado que no tenía ni ganas de jugar canicas. Cosa extraña para un escuincle que empieza su día observándose en esas redondeces de vidrio que lo pueden llevar por todos lados.
Pero a él le encantaba guasear con su hermano Mardo, jugar a las peleas, o que le prepare el desayuno, muchas otras cosas que se llaman te amo carnal.
Pasando los días, Hugo jugaba a las canicas, al “yoyo”, a los volados, “rayuela”, entre otros, pero su sonrisa era diferente. A leguas se notaba que extrañaba a su hermano Mardo, que estaba muy lejos. “Está hasta la chingada, y eso esta relejos”, comentó el Piojo chico, sabedor de distancias, dado que su familia había sido “lanzada” por no tener con qué pagar la renta, y eso que era “congelada”. Anduvieron por varios lados, hasta que encajaron en un cuarto de la “marranera”, ciudad perdida, cercana a la escuela primaria donde estudian Hugo y el Tote.
Hubo días que Hugo no quiso jugar. Cuando el Tote le insistía, su amiguito le daba la vuelta, como dicen, y se iba a la esquina de la pulcata “La bella Carolina”, a esperar el regreso de su hermano. Ahora los juegos de esos amigos se llevan a cabo en esa esquina, que le daba forma a una esperanza bien formada en la risa pausada de Hugo. Las esquinas siembran tréboles, sólo hay que saber observarlas.
Como todos, Hugo escuchó que el Lobito ahora sí fabricaría la silla espacial que había tenido en mente durante unos meses, y que ésta sería diseñada para ir al otro lado del mundo. Como lo estaban platicando, de inmediato acompañó al Tote y a sus demás amiguitos para oír las explicaciones del Lobito. Fue una larga y complicada explicación, alargada por los años transcurridos, por lo cual, aquí únicamente se dan algunos pincelazos.
La memoria tiene un genio endemoniado, pinta los sucesos como le dé su chingada gana.
DEL OTRO LADO DEL MUNDO
Un vez que el Lobito vio entrar a su casa al Tote y a sus amiguitos, le preguntó:
—Tote, sí sabes que la tierra es redonda, ¿verdad?
—¡Claro, tantito y más que mis canicas! —el escuincle aquel se saca la frase del bolsillo de su pantalón.
—¿Sabes que ahorita donde estamos parados, del otro lado, en un punto hay otra persona? Es decir, diametralmente, alguien está del otro lado.
—¿Diametralmente?
—Imagina que tu estas en el DF y al lado opuesto del mundo, hay otra persona.
—¿Es como verse en el espejo?
—¡Mmmmm, Tote! ¡Echa andar la imaginación! Debes saber que hay algo conocido como antípoda, es decir, un punto opuesto a donde estamos ubicados, que en nuestro caso es África.
—¡Qué es esa madre!
—¡Tote, la otra vez te lo explique! Si estamos en el DF, aquí en la Magdalena Mixhuca, el otro lado del mundo, que está a 180 grados, es esta parte de África —acto seguido señala en un mapamundi el sitio.
—¿Neta? —responde el Tote, reflejando el asombro de sus amiguitos.
—¡Tengo la intención de dirigirme a ese sitio!
—¡Chale, Lobito! ¡No nos cuentees! —dice Hugo, mostrando interés.
—¡Nada es imposible! Es posible excavar en este punto donde estamos parados, y llegar hasta el otro que está diametralmente opuesto —de repente empezó a hacer cálculos, anotaciones en unas hojas.
Nadie hablo. No entendían ni papa sobre centros de la tierra, núcleo, y muchas cosas más. Hugo preguntó cómo le harían para excavar, tirar la tierra, piedras, cuestiones básicas que, aunque chamacos, sabían que era imposible.
—Aunque es posible la excavación, sería un problema ubicar todos los desechos. ¡Imagínense! Por ello, he estado pensando mejor la teletransportación. Es más viable, y científicamente factible.
—¿Factible? —pregunta el Queso, primo del Tote.
—¡Posible, caramba! Deben ampliar su léxico.
—¿Léxico? —cuestiona el Tote
—Lenguaje.
Siguieron preguntándole pormenores de esa idea, que era descabellada desde cualquier punto de vista. Aunque chamacos tenían un punto de vista, que es necesario buscar para encontrar. En este caso, la incredulidad era evidente en el caudal de preguntas, a las cuales el Lobito les contestaba: “¡nada es imposible.”
De repente, alguien llegó gritando:
—¡Ya llegó el oso del ruso de la pandereta! ¡Vamos a verlo!
—¡Chido, vamos! —y salieron en tropel de la casa, dejando sólo al Lobito y a Hugo, quien no quiso seguir a sus amiguitos, ni al Tote que le insistió que lo acompañara.
…
…
Debe decirse, que cuentagotas, Hugo entendió que Mardo labraría un futuro en aquel colegio naval, que utilizaba un “buque escuela” para adiestrar a los cadetes y que próximamente estaría por el rumbo de África.
Aunque no decía nada cuando jugaba, extrañaba a su carnal, y sabía que podía ir a buscarlo a aquel sitio del que la maestra le dio pormenores, hasta le enseñó en el mapamundi donde se localizaba. Y volvió a leer el libro De los Apeninos a los Andes. Y se dijo a si mismo que nada es imposible, más que lo reafirmaba a cada rato el Lobito, un gûey que se las sabe de todas, todas.
Algo empezó a cambiar en Hugo: atraído por el viaje al otro lado del mundo, no se le despegaba al Lobito. Apenas salía de la primaria o cuando podía, corría a su casa para escuchar los preparativos del viaje, que ahora iba a ser un viaje de dos. Todos los demás chamacos se desentendieron de tan peliagudos pensamientos.
Hugo estaba hipnotizado por ese viaje al otro lado del mundo.
LA ANTÍPODA
El Lobito se la pasaba haciendo cálculos que llamaba infinitesimales. Hablaba de fuerzas centrifugas. Por esos días nadie podía tocarlo por la estática que desprendía su ser. Decía que una silla que acondicionó era capaz de teletransportarlo. Sus explicaciones estaban más revueltas que de costumbre: hablaba de una cosa y luego se iba por otro tema, y, durante algunos momentos, hablaba consigo mismo.
En realidad, todos veían una silla diferente, dado que era de hierro y estaba grandota. Tenía “reposabrazos” y estaba como electrizada, ya que, al sentir tu cercanía te repelía. No era como los “toques”, que podías aguantar hasta cierto grado. En la silla el madrazo eléctrico era directo. El Lobito expresaba que estaba modulando su potencia. Naturalmente a todos esos chavos les daba temor. Obvio, menos a él que utilizaba guantes y un traje, según esto, espaciales.
Para evitar accidentes, la cubría con una tela especial. En realidad, nadie se le acercaba a aquel artefacto cubierto de cables. A su lado había unos cascos “espaciales”.
En una de esas ocasiones que platicaron los chavos con el Lobito, éste les comentó que ya tenía todo dispuesto para la teletransportación vía “resolución cuántica”, la cual explicó y nadie entendió. Les dijo que estaba a punto de controlar el flujo de energía, que ahora estaba super concentrado, por lo cual no había que tocar la silla o cables, para evitar recibir un “rayo fulminante”. Por ello, la mayoría de aquellos chamacos no se volvieron a parar por su casa, pero como cuates que eran, aguantaron vara y no le dijeron nada a sus padres, para evadir cualquier reclamo.
El Tote y esos chamacos no creían ese arguende, cosa diferente era Hugo, que cada día se sentía más atraído por el imán de la esperanza de estar del otro lado del mundo, donde estaba su hermano mayor Mardo. Decían: “ese gûey del Lobito ya se la fumó. Esta cabrón eso de desintegrarse en un lado para volverse a integrar en otro. Mientras sean peras o manzanas, no hay que tocar esa chingadera.”
Pensamientos diferentes tenía Hugo, en esas situaciones donde el amor, en este caso de hermanos, te jala hasta un precipicio o mueve montañas para que las cruces.
Ante las circunstancias, el Tote convocó a todos los amigos y amigas, primas y primos a una reunión en el patio de la vecindad. Hugo se quedó callado en el transcurso de la misma. Luego, se fue a ver al Lobito, quien le reafirmo la esperanza de volver a ver a su hermano, ya que estaba acondicionando otro traje espacial y silla de hierro, que, aunque más pequeña, tendría el poder de teletransportarlo.
DEAMBULANDO POR TODOS LADOS
La electricidad descontrolada da miedo. Todos sabían que no había que jugar con agua cerca de un cable conectado a la corriente. Mucho menos tocar cables de alta tensión cuando subían a jugar a los techos de las casas de la vecindad. Como mencionamos, los chavos aquellos ya no iban a la casa del Lobito, que por aquellos días dejaba entrelucir una luminosidad especial, ello a pesar de que la ventana tenía cortina y empezó a cerrar con llave la puerta de su casa.
Pero el Tote fue una última vez a la casa del Lobito, con la idea de que Hugo lo acompañara al mercado de la Calle Cucurpe donde vendían unas ricas tortas de tamal. Tenía dinero y quería compartir esa dicha con su amigo.
Y le pareció que se les olvido cerrar por dentro esa puerta nueva de hierro que combinaba con aquellas sillas “espaciales”, dado que, al entrar a la casa del Lobito, que estaba con un casco puesto, lo primero que sintió fue un fuerte jalón, así como un imán tensa y jala los objetos metálicos. Luego, sus palabras empezaron a deambular por esa casa sin ecos. Flotaban. Es difícil explicar lo que está viendo este narrador, pero en realidad, las palabras iban y venían sin darle conexión a los verbos y sustantivos. Estaban volando.
El Tote sintió que sus monedas en los bolsillos querían escapar, e irse por el rumbo de aquellas estrafalarias sillas. El Tote las tuvo que sacar, y cosa, curiosa, cuando se le cayeron de las manos, no tenían el sonido especial que las caracterizaba. Sin sonido las cosas, los seres humanos no piensan, o más bien, deben aprender a hacerlo. El Tote dejó de pensar.
Fue un espacio de luz intenso, como aquellos sueños donde ves todo negro, y de repente, hay una luz circular. Esa luz penetrante se prolongó. El tiempo se fue alargando como liga tensada entre los dedos. Pero nada rebotaba.
Las cosas, esas personas parecían no tener peso. Más aún, el Tote estiraba las manos y no lograba tocarlas. Hubo un momento que esa luz se apoderó de su ser, llevándolo por todos lados.
…
A ciencia cierta, nunca supo el Tote cuanto tiempo estuvo como levitando en esa casa. Sólo se acordaba de ver a sus amiguitos, ahí sentados, como en trance.
…
El primero en abrir los ojos fue el Lobito. Le dijo a Hugo que había que despertar. Ambos apretaron un botón. Al instante, dos grandes bulbos de vidrio transparente, que estaban al lado de cada silla, y que Tote nunca había visto, se apagaron. Las cosas volvieron a la normalidad.
El Lobito le dijo pausadamente al Tote: “espero no hayas tocado nada. Es muy peligroso si no tienes guantes espaciales.” El Tote, quien había recobrado el conocimiento y por ende las palabras, contesto: “nada”. Y ante el silencio de ambos amiguitos, que aún se mantenían como en otro lugar, salió de aquella casa.
EN EL OTRO LADO DEL MUNDO
“Todo tiene una razón de ser”, decía mi abuela Dolores cuando quería explicar algo que no tenía ni pies ni cabeza. Pero hay cosas que salen de la nada, esa “caja negra” de la realidad que deambula sin pies ni cabeza, y que tienes que ir armando para darle sentido a tu vida.
—El putazo fue seco y sólo recuerdo haber estado con mi hermano Mardo —comenta un Hugo muy sorprendido.
—Con razón se fue la luz un ratotote en la colonia, y debe ser que en toda la ciudad. Hugo platica desde el inicio —dice el Pocholo. Mientras, varios escuincles se arremolinan a su alrededor. El patio de la vecindad les da cabida.
—Todos los preparativos de la teletransportación habían acabado: nos pusimos los cascos espaciales. Conectamos cables. Ajustamos el panel de frecuencia, como lo llama el Lobito. Y a la tercera llamada del Lobito apachurramos al mismo tiempo un plastiquito que decía ON que está al lado de cada silla. De ahí, sólo un fuerte sacudón. De repente, mi hermano Mardo estaba conmigo. Nos fuimos hacia una luz blanca. Luego me dio un abrazo refuerte, y me dijo que tenía que regresar a la casa, y que debía entender que estaba estudiando, y que yo debería hacerlo. Le dije que lo extrañaba harto, que sin él las cosas ya no eran iguales. Seguimos platicando un ratotote, y me siguió dando consejos bien chidos, que traigo guardados para cuando me sienta mal. Después, me puso el casco que en todo ese momento llevaba en la mano. Se despidió con un abrazo bien chingón, y desperté al oír la voz del Lobito.
—¿A poco viste a Mardo? —cuestionan varios escuincles a la vez.
—Clarito como la luz de las chinampinas.
—¡No me chingues! ¿No sería un sueño?
—¡Neta que no! ¡Clarito lo vi, si hasta me dio un jalón de cachetes, como siempre lo ha hecho cuando me porto mal!
—¡Uta, que chido gûey! —dice el Tote, que, todavía tiene sus dudas, por lo cual pregunta—: ¿Y cómo iba vestido Mardo?
—Con su traje de cadete, igualito al de esta foto que siempre llevo en mi bolsillo. Me la mando con una carta hace algunos días —de inmediato saca la foto del bolsillo y la muestra a sus amiguitos y amiguitas—. Y lo más raro de todo es que ahora en la foto está sonriendo, cuando estaba bien serio hasta hace poco.
—¡Uta, sí! ¡Pinche Mardo está sonriendo bien chingón, así como si estuviera feliz! —dice el Donato.
—¡A su mecha! —exclama La China expresando su emoción de esa forma.
—¿Y el Lobito estaba contigo? —pregunta el Queso, primo del Tote.
—Sepa la bola, pero que yo recuerde, no —contesta Hugo abriendo las manos, en señal de extrañeza.
—¡No manches! —exclaman varios chamacos.
—¡Está bien padre eso de la teletransportación! —dice Irma, prima del Tote.
—Sí, pero no podemos arreglar las cosas de ese modo, como me insistió mi hermano Mardo —dice Hugo—. Cada uno tiene una vida por delante, un viaje de vida, y ya entendí que esa es una neta de netas. Además, es muy peligroso.
—Pues eso sí —reafirma Chela prima del Tote.
—Pero si tú te emperraste para ir a verlo, y ahora ¿qué te paso? —pregunta el Tote.
—¡Gûey, ya entendí el mensaje! No puedo hacer nada. Él se está forjando un futuro, como me lo explico. Ya ni pedo. No puedo hacer nada. Aunque lloré para quedarme con él, no puedo hacerlo. La verdad estuvo cabrón, pero más chingón fue verlo y que me diera consejos —Hugo está sereno. El rostro de tranquilidad se refleja en esa luz que lo iluminó para siempre.
Toda esa tarde, esos escuincles estuvieron preguntándole a Hugo aspectos de su viaje, olvidándose de la presencia del Lobito, quien estaba como en trance, quizás afinando detalles de esas sillas “espaciales”, u otros experimentos. Cuando el Lobito estaba en esos parajes, lo mejor era platicar en otro momento con él.
El tiempo siguió su curso.
“LOS DINAMOS”
Recuerdo algunos de los inventos del Lobito, como su “caja de resonancias”, donde metías una moneda, y al agitarla desprendía ruidos sorprendentemente diferentes. Sus binoculares “tridimensionales”, a los cuales podíamos cambiar de espejos para observar las cosas enfocadas en diversas dimensiones. Su devoción por los microscopios, en ese ver las cosas con otros ojos. De todo ello han pasado más de 50 años. Lo que no recuerdo, es que prosiguió de ese día tan especial, alargado por los pormenores que cada uno de mis amigos fue aderezando a aquella aventura.
En esos años, el Lobito prosiguió siendo aquella persona maravillosa, de esos seres que parece que emergen del fondo del océano y con la fuerza de las mareas tienen sus sentidos super desarrollados. Por ejemplo, una vez, al acercarse una concha de mar al oído nos fue describiendo los movimientos, formas, de los peces, pulpo gigantesco, que iba observando, tan sólo de escuchar sus tenues movimientos.
Muchos años después, cuando no vivía en la vecindad, localizada en la Colonia Magdalena Mixhuca, y estudiaba en la universidad, fui con varios amigos y amigas a acampar a “Los Dinamos”, y en una de esas caminatas, hasta llegar a un desfiladero, en una piedra altísima, vi a una persona con un extraño aparato apuntando hacia el cielo, que después supe que era un anemómetro, un armatoste que medía la velocidad del viento, según me dijo esa persona que, ¡era el Lobito!, carajo, tanto tiempo sin verte amigo, me da un chingo de gusto, ¿qué te has hecho?, mira nada más sí eres genio y figura condenado Lobito. Baja para saludarte y no seguir gritándote. Sin verme, me dijo: “Tote, amiguito, espérame, que estoy por lograr mi cometido. Ahorita bajo.”
Mientras esperaba que descendiera, lo observé y me pareció que aquella camisa de leñador, pantalón de mezclilla desgastada por sus inventos, eran las de antes, y aunque no alcanzaba a ver su rostro, vi que contaba con barba y bigote, y era como si el tiempo, el nuestro, permaneciera.
Y le sonreí a esas ráfagas de mi niñez, pero no dimensioné su valor: estuve un buen rato, y, como sabía que el Lobito se perdía en los parajes de sus inventos, regresé al lado de mis amigos y amigas. Pensé regresar, pero… con unos buenos rones y las canciones que estábamos escuchando, se me fue el día, y con ello la enorme dicha de seguir platicando con un amigo de toda la vida.
Al día siguiente ya no estaba ahí.
Y se me fue la vida, amigo, y no pude despedirme de ti, carnal, uno de los más chingones amigos que he conocido en esto que se llama vida.
Tampoco me pude despedir de Hugo, otro amigo genial, al que le perdí la pista, y hasta hace poco en este mayo de 2023, pude localizar vía Facebook, que nos teletransporta a cualquier parte del maravilloso mundo.
Hoy los saludo, amigos, carnales de toda la vida.
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