Quienes nacimos en la generación X, es decir de 1965 a 1980, tuvimos la oportunidad de vivir el fin del México de las instituciones al servicio exclusivo de un partido hegemónico que controlaba absolutamente todo en este país, desde el control natal, las detenciones arbitrarias de opositores, los homicidios de lideres como Lucio Cabañas defensor de los ejidatarios contra la explotación ilegal de maderas, así como de muchos más, dentro de los que destacaron los miembros de la Liga 23 de Septiembre, del Movimiento Estudiantil de 1968 y de la masacre 1971, entre muchas otras recientes como Acteal, Aguas blancas, Atenco y Ayotzinapa.
Poco quizá importen ahora los delitos inventados como el de disolución social que provocó movimientos estudiantiles, o el aseguramiento de bienes, el fraude de bancos del estado o el robo en despoblado de los fondos de los jornaleros agrícolas de la segunda guerra mundial en manos de una camarilla de lacras impresentables comandados por Humberto Roque Villanueva.
Tal vez, tampoco sea tan grave hoy el saqueo al país gestado en el FOBAPROA de Salinas y Zedillo, que acabo con el patrimonio y lo sueños de millones de mexicanos. Las concertacesiones de Diego Fernández o los fraudes electorales en los que participaba el hoy ungido como magistrado veracruzano Eduardo Andrade.
Sin lugar a dudas, el mayor daño que hicieron esos gobiernos con López Portillo, De la Madrid, Salinas de Gortari, Zedillo Ponce de León, Fox Quesada, Calderón Hinojosa y desde luego, Peña Nieto, fue el de destruir el sistema educativo mexicano desde sus cimientos enfrentado grupos sindicales opositores para mantener siempre la posibilidad de meter mano en el sistema para apaciguar las aguas y lograr acuerdos económicos entre los mismos de siempre, sin que hubiese inversión masiva en la creación de secundarias, bachilleratos y universidades, así como la limitante eterna de la educación especial para personas con discapacidad y la posibilidad de educación con visión integradora para personas ciegas o sordas en escuela regular.
Todo ello, derivado de que los grandes cambios revolucionarios de este país se gestaron desde la cátedra, desde las universidades y normales de México.
Y por ello, unos de los fantasmas más preocupantes para esos gobiernos fue la educación, y acabaron con las manifestaciones, con las revueltas, con los pliegos petitorios, con los mítines y con los espacios de expresión cultural estudiantil. Sobreviven apenas algunos núcleos en la UNAM o el IPN, tal vez en algunos centros de investigación, y no se imaginaron jamás, que de esos vestigios de los que fueron los grandes forjadores de mentes de izquierda de México resurgiera un movimiento que derrocara al grupo en el poder.
Para darnos una idea de la fuerza que la educación y la cultura pueden hacer germinar en el pueblo, comparto esta cita de un diálogo de Marco Tulio Cicerón en el 65aC: “Porque un pueblo que sepa más, que lea, que vaya al teatro o qué se admire ante el arte, es un pueblo que piensa más, y quien piensa más, es más exigente con quien le gobierna y está más atento a los abusos del poder y reclama más justicia” (S. Posteguillo, Maldita Roma, 449). Y precisamente a eso temieron los gobiernos del PRIAN.
Hoy, el país se encuentra caminando hacia la estabilidad, se crearon nuevos procesos y nuevas formas de gobernar que generaron resistencias de manera natural, al sacudir de la zona de confort a varios sectores enquistados en el Poder, por lo que esta transformación iniciada en 2018 tendrá una segunda etapa con personajes de alto nivel académico como se muestra en el gabinete de la presidenta electa.
Sin embargo, la educación es el tema prioritario. La designación del titular de la secretaría de Educación que causó ruidos en semanas pasadas no tiene la mayor relevancia cuando se trata de una presidenta electa que conoce la importancia de la educación superior en México. No cabe duda que la diferencia del segundo piso de la cuarta transformación será en el empuje a la educación, lo que a muchos de nosotros nos hace inmensamente felices.
Hugo Alday
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