Por Agustín Labrada
Con la publicación del conjunto de relatos Esta noche Stanley duerme, Nicolás Durán de la Sierra irrumpe en la literatura, pero a la vez (con energía) orquesta un periodismo que enrumba hacia la crítica, unas veces irónico y otras matizado por referencias de la cultura occidental, en el contexto mexicano donde todo es posible con luz y oscuridades.
Durán, además de fundar y dirigir en Cancún la revista Gaceta del pensamiento, ha publicado los libros de enfoques testimoniales La raíz que nos une; DF, zona de desastre, y Justicia: la defensa de Mario Villanueva; así como las selecciones antológicas de narrativa y verso Quintana Roo: una geografía humana, Va de cuento y Las buenas letras.
Como editor, Nicolás ha publicado, en su colección Cuadernos de la Gaceta, libros de autores disímiles, del patio y allende las fronteras, como Dolores Castro, Ramón Iván Suárez Caamal, Francisco López Sacha, Miguel Ángel Meza, Zita Finol, Juan José Morales, Martín Ramos y otros que va creando un corpus del quehacer intelectual contemporáneo.
En esta entrevista, Nicolás Durán, oriundo de la ciudad de México y habitante del Caribe desde hace décadas, revela su formación humanística, las lecturas que desde la infancia bogan por su espíritu y se infiltran en las líneas que escribe, sus muy singulares visiones del acto creador y su buena fe ante los retos que el azar va imponiendo sin señas en el camino.
¿Cuándo sentiste que escribir era tu lenguaje para comunicarte estéticamente con el mundo?
Mi vocación por las letras, ya sea como escritor, editor o simple lector, nace en la casa familiar. Tanto mi padre como mi madre eran gente de letras y, además de libros y pinturas, crecí entre escritores. Me embobaba con las charlas de Renato Leduc, Carlos Fuentes, Raúl Prieto (Nikito Nipongo), Elena Poniatowska, Magdalena Mondragón, entre otros intelectuales. Dicen que “infancia es destino” y, en este caso específico, así fue.
¿Hubo influencias de tu mamá, la escritora Zita Finol?
Sí, la que me descubrió la literatura, la que me deslumbró con la belleza de las palabras, fue mi madre: la poeta Zita Finol. De aquel tiempo florido, como lectura señera, tengo a Platero y yo, el gran poema en prosa de Juan Ramón Jiménez. La elegante sencillez de su prosa y su poesía, es decir, la difícil sencillez de sus letras, es una suerte de norte literario. También tengo como letras básicas a la pléyade de españoles de 1898 y de 1927. Mi gusto literario nació con ellos.
Por cierto, conversando con Margarita González, cuando recibió mención en el Premio de Poesía de Isla Mujeres por su poema en “Otredad Sonora”, una suerte de paráfrasis de Platero y yo, fantaseamos con la posibilidad de crear la Sociedad Platero… Suponemos que fuimos muchos, en la Ciudad de México, los que comenzamos a andar por el papel y la tinta a lomo de aquel legendario burro de algodón y ojos como escarabajos de cristal negro.
¿Tu praxis periodística se mezcla con la escritura de tus cuentos?
El periodismo y las letras, como en muchos otros autores, van de la mano en muchos de mis textos. Si el periodista es un “curioso profesional”, el escritor no lo es menos. Como curioso, los primeros pasos los di de la mano de los hispanos, pero mi “familia literaria” es muy amplia. Luego me deslumbraron los rusos. Fueron años en que iba de Dostoievski a Gogol, de Chejov a Tolstoi, con su imperecedera Ana Karenina, que es la más grande historia de amor contada… por rusos.
¿Puedes mencionar a otros autores y otras obras que has asimilado como parte de esa familia literaria?
La tal familia es muy amplia, pero entre los que hasta ahora han sido, digamos, mis mentores, están los franceses Víctor Hugo y Albert Camus; los alemanes Böll y Grass; desde luego los ingleses Wilde y Shakespeare; los norteamericanos Poe, Hemingway y Steinbeck. Por cierto, “Pescador del cielo”, uno de mis cuentos se inspira en Al este del Paraíso, de este último. Como gran maestro está Gabriel García Márquez…
En fin, alguna vez me gustaría hacer una compilación de los textos que me han gustado más, al estilo Lectura en voz alta, colección que por allá de 1970 o un poco antes integrara Juan José Arreola. Él no dio una guía de la “mejor literatura”, sino de los fragmentos o poemas que a él le habían gustado. Algo así hizo Fernando Savater, aunque en el ámbito de la filosofía.
Por cierto, una de las grandes escritoras españolas que debieran ser más conocidas en México es Ana María Matute. Es autora de El polizón de Ulises y Primera memoria. Basta, que corro el riesgo de perderme entre tantos “autores familiares”.
¿Y de poesía?
Mención aparte merece la poesía. Ha sido determinante en mi formación literaria. De hecho, mis primeras publicaciones no fueron de prosa, sino de poemas. Uno de ellos, “Duermes”, fue publicado en francés por Gabriel Said a finales de los setenta y otros dos en diarios de la Ciudad de México. Años después, el gran poeta Ramón Iván Suárez Caamal los incluyó en Recuento de voces, una compilación de autores de Quintana Roo. Hasta ahora no he insistido en esta ruta, pero la poesía siempre está presente en mis letras.
A veces, como ejercicio, busco dar en algunos de los párrafos que escribo en mi columna “El minotauro” una cierta cadencia poética, un ritmo propio. Hay ocasiones en que la entrada del texto es prosa poética. Esta misma práctica la encuentro en otros periodistas como Jacobo Zabludovsky y René Avilés Fabila.
De nuevo en los terrenos de la poesía, diría que Octavio Paz ha sido el poeta más grande con el que he convivido. No digo en lo terrenal, pues apenas hablé con él un par de veces, sino en lo estético. De manera paradójica, Doña Zita no toleraba a Paz; su mera mención le molestaba. Supongo que ello era porque fue muy amiga de Elena Garro –la primera mujer del poeta– y el final desastroso de ese matrimonio la afectó. No obstante, reconocía que la autora de Los recuerdos del porvenir estaba un tanto cuanto fuera de sus cabales.
De los poemas de Paz tengo hasta memoria festiva. Cierta vez, en Madrid, con unos versos de “Piedra de sol” en la mente, visité la Plaza del Ángel, paraje de una parte del poema donde, “entre casas arrodilladas en el polvo y el huracán de los motores, los dos se desnudaron y se amaron por defender nuestra porción eterna”. En la minúscula explanada, rodeada de edificios deslucidos, en una banca del andén de tranvías, no pude más que quedarme atónito: gran ficción poética la de Octavio, pues dicha plaza de “ángel” no tiene nada y es más bien feíta. Hacer poesía de amor en tal sitio es de menos portentoso.
Mi propia madre y la grande Dolores Castro, quien me hizo el honor de publicar un poemario conmigo (Cuadernos de la Gaceta), han sido también señeras. Hablo sólo de los poetas y no de poemas, porque en este caso también tendría que pensar en la confección de un compendio como el de Arreola. Me olvido de otro autor que me ha sido definitivo y en los dos campos, en la poesía y la prosa, que es el gran Alfonso Reyes: un verdadero monstruo de la literatura.
Cien años de soledad, novela cumbre de nuestras letras, tiene fragmentos de alta poesía y no me refiero a sus imágenes, sino a su cadencia. Tiene párrafos perfectos en los que, además, el Gabo asoma su oficio de periodista para dar elegante ritornelo a un tema anterior.
Uno de mis cuentos, “Hay golpes en la vida”, está inspirado en el poema del mismo nombre de César Vallejo; y “Esta noche Stanley duerme”, el que da título a mi libro de cuentos, tiene un epígrafe del poeta Othón Villela Larralde, otro de los habitués de las tertulias familiares.
¿Es Stanley, el héroe de ese cuento, símbolo del soldado universal?
Ese cuento se me antoja como un ejemplo de cómo conviven la ficción y el periodismo. El hecho sucedió y el remate del texto es un parte informativo real. Yo recree las últimas horas de la vida de este soldado que, a final de cuentas, no era más que un pobre diablo como los cientos de miles de soldados que se envían a las guerras por los intereses económicos de unos cuantos, sobre todo los gringos.
¿Por qué no te aventuras en la novela?
No me he aventurado, acaso por miedo, en la novela. Me gana el temor a los textos inconclusos, a que me falte el aliento. Alguna vez lo intentaré. Mientras, sigo con el cuento, que no es arte menor y se acerca a la poesía en lo que toca a la síntesis. Si bien se parte de una anécdota, de una idea general, el vestido de los personajes es de suma importancia. Baste recordar a Luigi Pirandello en Seis personajes en busca de un autor. El cuento tiene mucho de lúdico. El cuento corto, por ejemplo, por su final sorpresivo, requiere de la complicidad del lector que es, al final, al que se debe sorprender.
¿Qué cuentos te gustan?
Me gustan los cuentos eróticos del corte de Anais Nin en Delta de Venus. Se escribe este tipo de prosa porque nos falta algo o nos sobra algo y hay que sublimar los sudores de cama y hacerlos tangibles o acaso diluirlos o modificarlos; se trata de crear una realidad paralela en la imaginación para luego ir a la forma escrita; la misma idea se puede llevar a otros estadios de la literatura. Sin la palabra, las ideas son humo, de opio gozoso acaso, pero humo al fin.
¿Cómo escribe Nicolás?
Escribo porque me da la gana, he de matizar para no ir de majadero. Se escribe para los demás, para agradar o desagradar a los demás, pero el ejercicio creativo es para uno mismo, es un placer o un dolor egoísta que puede ocurrir sin pensar siquiera en la publicación, aunque por lo general su finalidad sea esa.
No sé si escribo por necesidad o por gusto o por ambas cosas, pero siento que debo hacerlo, es decir, porque me da la gana. Si regresamos al Eros –la literatura es Vida que le guiña el ojo a la Muerte– qué mejor mujer que aquella que va “vestida del color de mis deseos…” Y ya se metió otra vez Octavio Paz.
La idea, la estructura narrativa, me vienen como vibración de luz, como temblor de viento en el cristal del agua… El gozo de un párrafo hermoso, bien logrado, con sonoridad y gracia, es enorme y mucho más si se trata del que inicia el texto, que es el laboratorio de la obra como dijera García Márquez.
¿Ha dejado alguna estela en tu prosa el Caribe?
Sería impropio no decir que en lo que toca a mi formación como “gente de letras”, ya como escritor o como lector, el Caribe ha tenido presencia. La literatura cubana no me era ajena, pues la lectura de Cabrera Infante, Eliseo Diego, Alejo Carpentier o el propio José Martí era obligatoria en la escuela de periodismo y ya no digamos en Filosofía y Letras, pero en Quintana Roo la voz cubana cobró cuerpo, presencia real. Hablar con Francisco López Sacha, por ejemplo, o contigo mismo Agustín Labrada, como poeta y narrador, da carnalidad al concepto y desde luego viajar a La Habana es imprescindible.
Cierta vez me interrogaron en una estación radiofónica en torno a si el llamado “Caribe mexicano” había dejado huella en mis trabajos literarios. Dije que no, que hasta me era extraña la pregunta porque, en lo que toca a cultura, no existe todavía un “Caribe mexicano”. Lo más cercano al concepto se halla (en el norte) en Isla Mujeres y (en el sur) en Chetumal y en la ribera del Río Hondo, pero de manera formal no se puede hablar de una cultura caribeña en Quintana Roo.
Aquí conviven, como en gran parte de México, las culturas indígena y española, pero el Caribe es sólo ubicación geográfica. Es mucho más caribeña la cultura veracruzana que la de este estado, y ello es resultado del secular intercambio entre los dos puertos, es decir, entre Veracruz y La Habana. Lo mismo ocurre con Isla Mujeres, pero de ningún modo se puede generalizar la idea. Para hablar de una cultura caribeña en Quintana Roo han de pasar aún muchos años, pues la cultura no se decreta.
Agustín Labrada (Holguín, Cuba, 1964). Escritor y periodista cultural radicado en Cancún. Autor de, entre otros libros, el poemario La vasta lejanía, el conjunto de ensayos sobre la literatura de Quintana Roo Teje sus voces la memoria y la novela Botas rusas.
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