El encuentro
En una porción de la noche, con la calma del mar acercándolos, tres amigos están platicando de música, literatura y de muchas cosas más. Están en el boulevard de Chetumal, rodeados de una inmensa luna llena. A su lado, está una “nevera” repleta de cervezas.
Van comentando algunas obras, y ahora charlan enfebrecidamente sobre la novela El extranjero, de Albert Camus, a la cual consideran una “obra espejo”, aquella en la que nos podemos mirar —empañada o transparentemente— y, de inmediato, nos identificamos con su trama y alguno de sus protagonistas.
Debe decirse que acudieron a esa reunión por un llamado (nadie supo de quién), que los sacó, intempestivamente, de ese limbo de no hacer nada y de estar a la espera de cualquier lector, muchos de ellos aborrecibles por su natural instinto de sólo leer la solapa del libro.
Son el Tote, quien es el personaje de unos relatos y es oriundo del Distrito Federal; Héctor Montiel, personaje de la obra Botas rusas, nativo de Cuba, y Bruno Marín, quien hace lo propio, pero en un texto literario denominado Magnificens Cancún, y es originario de Argentina. Los tres van recordando sus andanzas por la vida.
En el transcurso de la plática, surgen algunos cuestionamientos, como los siguientes: En algún momento o en diversas etapas de la vida, ¿a quién no le ha parecido que el mundo y los acontecimientos que lo forman son un absurdo, una mierda? ¿Quién no aborrece esa maraña de convencionalismos e incoherencias que nos rodean y nos tienen entrampados en su telaraña? ¿Por qué estamos inmersos en los vaivenes de las circunstancias que nos atenazan?
Sin responder a esas preguntas, que conducen a todo y nada, empezaron a hablar de la irracionalidad de la vida, de todas esas cosas que los han ido enrolando en situaciones complejas, conexas e inconexas, que hasta los han alejado de sí mismos, tal y como se describe en las obras que les dan cuerpo y alma.
A la distancia, las olas van arrastrando esa enorme luna llena, más que están rememorando esa indiferencia ancestral de Meursault, protagonista principal de El extranjero, que, para los tres, tiene un significado especial, dado que representa a un hombre absorbido por la sociedad que va conduciendo su destino hasta su absurda muerte.
Las pausas de la plática se van abriendo y cerrando con los sorbos a sus respectivas cervezas, en una noche que pareciera que todo lo puede concentrar al máximo en el color cobrizo de esa luna llena que va iluminando la charla.
Como enfrente está un “Oxxo”, van a tirar las latas vacías de cervezas en el depósito de basura y a comprar otros six de chelas con los cuales rellenan su “nevera”. Tras esa pausa —que se abre y cierra como el acordeón de Celso Piña en la rola “Cumbia sobre el río”—regresan al malecón del “bule” y continúan platicando sobre El extranjero.
Los tres están mirando hacia la luna.
La brisa del mar la columpia.
De repente, Héctor Montiel, dice: “Ahora, digamos sólo con unas cuantas palabras lo que pensemos al oír el nombre de Meursault o de la novela.”
—Meursault es un extraño alejado de todos y de sí mismo —Bruno Marín suelta la frase sin pensarlo.
—El extranjero refleja la soledad de la posguerra, el holocausto que nos dejó sin aliento —dice Héctor Montiel.
—La vida suele ser cruel y vengativa, como la historia del viejo Salamano, quien maltrataba a su perro enfermo y viejo para calmar sus fracasos, pero al perdérsele, tardíamente se da cuenta de que ese perro era, en realidad, su única compañía. De ahí piensa que ahora, sin su viejo amigo, ¿qué va a ser de él? Esta en una soledad inconmensurable —afirma el Tote.
Bruno y Héctor se quedan mirando al Tote y al unísono dicen: “Quedamos que en pocas palabras y no en ese largo choro.”
Haciendo caso omiso al comentario, el Tote, agrega: “Me faltó decir que, muchas veces, la vida se vuelca sobre nosotros mismos, en situaciones que vamos armando, sin que nos demos cuenta.”
—Y… la verdad, así es che, la vida a veces parece una inmensa y flácida boludez—dice un sonriente Bruno Marín, sin soltar ese dejo argentino que es su marca de nacimiento.
La risa de Bruno y Héctor no se hacen esperar. Es un destello de amistad al que se unen las carcajadas del Tote.
La vida es un absurdo
“La vida tiene retorcidas puntas que llamamos absurdo. Pienso que ahí hay algo, algo residual que comienza a masticar la realidad”, dice Bruno Marín.
“Sí, caray. Hay cosas que se las lleva la chingada, que, muchas veces, pasa como un huracán categoría 5”, secunda el Tote, mientras Héctor Montiel se queda pensativo para después reiterar: “La vida tiene un mierderío cabrón, como una mortal resaca.”
En un punto de la noche, por cierto, muy negro, porque están hablando de sus amores perdidos, reiteran que la vida es un absurdo.
“¡Qué resingue su madre esta vida de mierda!”, dice Héctor Montiel.
“¡Que se vaya a la mierda!”, grita Bruno Marín y, alzando su cerveza, agrega: “¡Salud!”
Héctor y el Tote acompasan ese grito: “¡Salud!”
“¡La vida es una chingadera!”, grita el Tote y recuerda una parte de su vida en la que, aunque acababa de salir de la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, no podía conseguir un bendito trabajo.
Al momento, les dice a sus compinches: “Pinche boludo, deja de pensar en Esther, ya murió, Cristina está loca y llevas las de perder; y tú, Héctor, deja en la Yuma, como le dices al gabacho, a esa cabrona de Gabriela: desde que se fue, me imagino que ni una llamada se ha dignado en realizar, mucho menos una carta.”
Héctor, le contesta: “¡Coño!, por ese entonces no había teléfono en mi casa, menos celular. No tenía ni para comer bien. No sé sí a mi casa de Holguín haya llegado alguna misiva, nada me ha comentado la familia. De haberlo hecho, me lo hubieran mencionado cuando hablo con ellos por teléfono, pero ya no tiene importancia. El tiempo desdibujó todo.”
Bruno Marín se queda callado. Estela es un recuerdo lejano.
La noche sigue su curso y nuestros personajes están en una esquina de la memoria, ahí donde se arman o desarman anécdotas con las que van recordando otros aspectos de sus vidas, y hablan como dictan las reglas de la hermandad: se quitan la palabra, dicen “coños”, “hijueputa”, “no me chingues”, “¡la concha de su madre!” y, vistos de cerca o de lejos, se la están pasando chévere, como dice uno de los tres cuya voz no alcanzo a oír.
En una de esas, Bruno Marín dice: “A ver, boludos, les propongo que cada quien diga el significado personal de El extranjero, así como lo que más le ha pesado en la vida, lo que más le jode, y que, por lo mismo, crea y recrea la indiferencia de Meursault. Empezá vos, Tote, después Héctor y yo al final, para que tenga la ventaja como inventor del juego.”
Bruno ríe. Da un largo sorbo a su cerveza. Voltea a ver al Tote, quien tiene la mirada puesta en la luna, es absorbente porque está colmando su imaginación.
La mirada del Tote
El Tote, de tres largos sorbos consume el contenido de su lata de cerveza, y, con esa energía, saca de su bolsillo trasero de su pantalón un ejemplar de El extranjero. Es un pequeño libro editado por Alianza Editorial.
De inmediato, lee la entrada de la novela: “Hoy ha muerto mamá o quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: ‘Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.’ Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.”
Acto seguido, dice: “La entrada de un libro es la que te jala como un imán, para dejarte ahí, colgado y a sus expensas.”
Menciona que todos somos sometidos por la fuerza de las circunstancias, nos rebelamos, gritamos y pataleamos, pero suele suceder que somos conducidos entre sus diques. Comenta que la novela tiene un significado especial para él, ya que desde que la leyó, allá por los ochenta, siempre ha estado presente en su vida. Dice: “Por ahí escribí algo al respecto, que se los compartiré en cuanto se publiquen mis relatos.”
El Tote toma otra lata de cerveza, la abre, da un buen sorbo y habla: “Ese no sentir nada es como vivir con un permanente insomnio. Esa indolencia que va rodeando a Meursault, incluso la muerte de su madre es algo sorprendente. En su lógica, ella vivía mejor en un asilo donde era bien atendida y tenía amigos. Su muerte es algo connatural al ser humano. Pero en los ojos de la sociedad él es un desalmado, ya que es incomprensible que no haya querido ver el cuerpo de su madre fallecida. En la novela, se respiran indiferencia y soledad.”
El Tote dice que Meursault es condenado a muerte por un absurdo asesinato, pero que realmente es un grito en contra de la soledad del ser humano, una voz de alerta que debe conducirnos hacia la solidaridad y la fraternidad. Vivir de otro modo la vida.
Para apuntalar su dicho, les lee a sus amigos la parte final de la novela: “Por primera vez, desde hacía mucho tiempo, pensé en mamá. Me pareció que comprendía por qué, al final de su vida, había tenido un ‘novio’, por qué había jugado a comenzar otra vez. Allá, allá también, en torno de ese asilo en el que las vidas se extinguían, la noche era como una tregua melancólica. Tan cerca de la muerte, mamá debía sentirse ahí liberada y pronta para revivir todo. Nadie, nadie tenía derecho de llorar por ella. Y yo también me sentía pronto a revivir todo… En fin, comprendía que había sido feliz y que lo era todavía. Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me queda esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio.”
El Tote hace una pausa y prosigue diciendo que El extranjero es una novela donde las sensaciones juegan un papel importante, destacándose los efectos del sol en el mar y sobre la vida. Es una novela deslumbrante, sobre todo sí se considera que Meursault, sin motivo alguno, asesina a una persona, por lo cual es sometido a un juicio donde juegan un papel adverso e incomprensible su apatía y su falta de tristeza por su madre recién fallecida. La sentencia es la pena de muerte.
Para reafirmar lo comentado, el Tote lee: “Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revolver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz. Entonces, tiré aún cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara. Y era como cuatro breves golpes que daba en la puerta de la desgracia.”
“¡Uffff, mejor léenos todo el libro, Tote!”, dice Héctor Montiel.
El Tote ríe. De otro largo sorbo, termina su cerveza. En lugar de poner la lata vacía en una bolsa que trajeron del “Oxxo”, la coloca sobre el pavimento y la aplasta con su pie. Muestra la lata empequeñecida y sentencia: “A veces, la vida nos aplasta, pero hasta esta lata la podemos hacer brillar.”
“Vaya forma de brillar”, dice Héctor y da un sorbo a su cerveza.
Bruno Marín no dice nada.
La mirada de Héctor Montiel
Me identifico con el personaje. Cierta vez, cuando yo vivía en la novela Botas rusas, donde un escritor me tuvo encarcelado, sentí esa misma sensación de indiferencia hacia mi entorno. Había luchado tanto para obtener un sueño, unos mocasines italianos, que ya no me importaban. Estaba vacío sin mi novia Gabriela. Cuando veníamos en aquella guagua llena de agujeros, bajo la lluvia, la realidad me pareció absurda y sin sentido, como la vio Meursault en el sol hiriente de Argelia. Por eso tiré la mochila de café al río Holguín, ya no tenía pasión alguna por ganarme unos pesos y, sinceramente, esa tarde me daba lo mismo morir que seguir vivo en una sociedad que se me hizo ajena.
En aquellos días de aventuras con Rony, yo no había leído El extranjero. Cuando lo leí, muchos años después, calzado con botas mexicanas de pura piel, me di cuenta de que yo sentía lo mismo que Meursault: un rechazo pasivo hacia las costumbres y la incoherencia de las reglas morales que asesinan cotidianamente a las muchedumbres, una apatía hacia eso que llamamos historia y humanidad. Es una mierda todo, al fin y al cabo, y las personas la habitan con cadenas, con prejuicios, con odios, con guerras, con discriminaciones y todo ese peso acaba despeñándose hasta que uno envía todo al carajo y luego bebe y canta.
La mirada de Bruno Marín
¿Qué te puedo decir, che? La soledad es una cagada. Y creo que la novela habla en todo momento de esa soledad rancia que te carcome los huesos. Meursault está anestesiado. Tanto que ni siquiera puede ver todas las puertas y ventanas que se le abren. Sólo se deja llevar por el viento del destino, por el influjo de los cuerpos que lo gravitan. Una vida así no vale, para mí, muchachos, ser vivida. Todos nos sentimos extranjeros en algún momento, en partes o en toda la vida.
La obra la leí cuando estaba en Tucumán y no me causó la misma impresión al releerla en México, donde tuve que montar la guardia para poder defenderme de los árabes, de la soledad y la heladera vacía. Me pareció leer otro libro. Así es la vida, amigos, un viaje breve y tantas veces sin sentido. Sólo sentimos que andamos, sólo sentimos el viento en la cara o las lágrimas. Mejor terminemos la elodia, lo único que aquí no es absurdo y que funda para siempre nuestra amistad, en esta noche.
¡Salud por el Caribe!
¡Salud por el remolino irreverente que aquí nos ha traído!
Héctor y el Tote, gritan al unísono:
¡Salud!
La noche se va distendiendo: las estrellas se van alejando.
La vida es poesía
Como todos tienen un mal sabor de boca, y no por la cerveza, cambian el rumbo de la plática.
…
Héctor Montiel dice que la vida es como la brisa marítima, fresca e impasible. Es inmensa y puede navegarse en el “Barco ebrio”. Acto seguido, menciona que ese poema siempre lo ha acompañado en la travesía de su vida y por eso se lo sabe de memoria.
Con la vista hacia el mar y la luna que lo refleja, declama ese gran poema de Arthur Rimbaud.
Acto seguido, se bebe una cerveza. La deja en el suelo, y, de un pisotón, la aplasta.
Está exhausto.
Bruno Marín se queda viendo a sus amigos. Bebe de un largo sorbo su cerveza. Deja la lata en el suelo y la aplasta de un pisotón.
Ahora hay tres latas empequeñecidas.
“¡Caray, es el mismo mar, el sol que se refleja en sus olas!”, dice Bruno Marín, mientras recoge la “nevera” y esas latas. De repente, se queda mirando a sus compinches, y los tres, en un acto reflejo, señalan hacia la luna y gritan: “¡Vámonos para allá!”
El color cobrizo de la luna es, ahora, de un rojo absorbente.
…
Estoy sentado en el malecón del “bule” de Chetumal.
Estoy enfrente de un “Oxxo”.
Veo una luna expresiva: Te atrae y te dibuja.
Abro mi “nevera”. Sólo hay tres cervezas.
Tomo una y le doy un sorbo.
Empiezo a escribir
¡Caray, la luna es sensacional!
Sé el primer en dejar tu comentario de esta noticia