Para mi hermano Taty, Agustín Labrada Aguilera
1992
El alma de Agustín huele a ron y es un ron añejado.
El Tote no se imagina a su amigo tomando tequila, whisky o vodka. Con esa voz propia de los cubanos, Agustín le dice: “Pero, chico, si bebo ron desde mi adolescencia y con esa embriaguez comencé a escribir poesía. Nunca le gustó a mi madre que yo bebiera, aunque bajo los influjos del alcohol me salieron las mejores metáforas. Con el ron, es fácil lograr esas imágenes. Todos necesitamos una ayudita, hermano, y el ron es la palanca con la que abro esas piedras para encontrar el arcoíris. Con esa palanca, escribí La soledad se hizo relámpago, donde creo que se iluminan años afortunados y a la vez desafortunados. Cada recuerdo deja sus cenizas.”
Agustín está en la barra de un bar de Bacalar con su copa de ron. Está sentado con la vista en la “Laguna de siete colores” con su copa de ron. Advierte más colores.
Va caminando por la playa de Mahahual y lleva consigo su copa de ron.
Se ve frente al espejo y alza su copa de ron para espantar las malas vibras.
Agustín siempre está sonriente y le parece al Tote que Agustín camina bien por la vida. Tiene el escudo de la poesía, ¿qué más? Con eso puedes mentar madres, reír, llorar o sentarte a cagar y estar feliz.
El Tote le tiene un alto aprecio a su amigo Agustín, con el que platica largo y tendido sobre libros y rolas, y el escritorio del Tote, gradualmente, va adquiriendo los tonos de esas cascadas que se van formando con el poema, suyo o prestado, que Agustín va leyendo, y el agua cae y rompe los diques que la contienen. Por eso salen a la calle a caminar y, aunque sea de día, resurge el fulgor de la luna que todo lo puede. Del mar, emergen luces multicolores. Ese tiempo indeterminado determina su amistad.
1993: en “El Bennys”
Como se dijo, Agustín va a menudo a ver al Tote a su oficina que, como se dice, está a dos patadas del periódico donde ahora trabaja Agustín.
Empatía de almas en vilo por la literatura, dado que es el vértice que los hermana.
El Tote y Agustín están platicando en un bar que abre desde las dos de la tarde. Es “El Bennys”, allá por la Calzada Veracruz, en la ciudad de Chetumal, y les gusta estar ahí porque José, el dueño —gran tipo, músico de profesión y restaurantero por azares de la vida— les complace con todo tipo de música. En una de esas mesas, al lado de un imponente ceviche, agrandado por el paso de los años, están hablando del poemario La soledad se hizo relámpago. Para el Tote es una obra que trasciende fronteras y debería ser publicado en una editorial de renombre internacional.
“Son chingaderas”, dice el Tote después de leer algunos versos de ese poemario.
“Pero, ¿qué se le puede hacer, hermano?”, es la reiterada respuesta de Agustín, aunque, claro, con sus palabras tan caudalosas como el viento, que aquí no puedo darles cabida.
El Tote recuerda que, una y otra vez, le ha dicho a su amigo que La soledad se hizo relámpago tiene poemas monumentales. Uno de los que más le gusta al Tote es este:
PATIO
El patio era una sorpresa.
Nos levantábamos con el sol
a cazar los colores
mariposas
y en ellos la inocencia.
Nuestras naves surcaban imaginarios mares
que poseían pájaros del verano.
Luego surgió un Ulises y una Penélope
y aparecieron los troyanos del barrio
armados con viejas tablas.
Así fuimos cómplices
de muchas batallas
de tantas emboscadas a la luna
hasta el último guerrero.
Ese poema, al igual que “Un patio”, de la autoría de Jorge Luis Borges, lo conducían a ese amplio patio de la vecindad donde vivió en el Distrito Federal, poblado de tendederos, pilas de agua, lavaderos, gritos de escuincles que corren por acá y por allá como lo harían por la vida, voces de las madres que cantan o silban tenuemente, así, para que no se diluyan sus consejos, queridas jefas, que todo lo pueden, hasta endulzar esos pocos panes y café de olla, con ese canto glorioso de vida.
Luego vienen los pasos del Bailaras que engrandecían esos cumbiones sabrosos, como “La pollera colorá”, que bailaba hasta con dos parejas: la Pocha y la Galdina, y sus dos brazos eran saetas, y esas imponentes tamboras y clarinetes, y ese sabor de la caña, y esa gozadera de la vida, carajo. Quiero regresar y ya el pequeñísimo Tote y este pinche narrador se unieron en un solo ser, porque se están imaginando correr por ese patio, están bailando en ese patio, y es ¡Chela, coño, prima!, ¿por qué te me adelantaste?
Te quiero tanto, prima, que quiero correr contigo, quiero bailar contigo en ese patio y jugar a las “coleadas” con mis primas y primos, e irnos más allá de ese zaguán, y dar la vuelta a la esquina de la pulcata “La Bella Carolina”, pero mi madre me dice que regrese, y siempre estoy regresando contigo, madre mía, piedra mía. No sé qué chingados me está pasando, pero te extraño un madral, como la piedra de río extraña el río que le da forma, y quiero zambullirme e irme por ahí, justo en medio de ese remolino…
“Tote, tranquilo, hermano”, y es Agustín, que ahora pide “¡Qué viva Changó!” y escuchamos a Celina y Reutilio, luego oímos “Guajira guantanamera” y a Compay Segundo con otras canciones, y Agustín está en una como favela, que va reconstruyendo y platica con sus hermanos, saluda a muchos de sus amigos y piensa en “esa cadena oxidada de la pobreza”, y dice que quisiera escribir un libro para sumergirse en él, estar en una película de acción incesante, con tramas más profundas y alejarse de esta barriada lamida por la mugre, y no tener que comer sólo arroz con huevos o nada, y su mirada se ensombrece cuando parece escuchar como ruge su padrastro cuando cansado duerme, y sigue en ese caudal infinito de nostalgia y desazón, agrietado por las cubas de ron.
“Coño, hermano, parece que estamos en un funeral.”
“Chale, me proyecté.”
Dicen con sus palabras que los diferencian, pero el eco es genial, como es el abrazo fraterno de esos amigos que ahora estan escuchando “Sopa de caracol”, y están bailando con unas fenomenales beliceñas, y ahí sí que el Tote queda en desventaja, porque Agustín trae ese ritmo en la sangre, como la poesía.
En un “bayú”
Agustín arma sus notas periodísticas culturales en el periódico donde labora, pensando, siempre pensando, en la flores que se disipan en los tragos de ron. Las “cubas” de ron con esos pétalos saben a gloria, así como si estuvieras sentado frente al confesionario y rezaras tres o cuatro padrenuestros y, al instante, te sientes santificado por Dios padre.
Agustín está en un “bayú”, con su copa de ron y baila, siempre baila, con el olor suave y ácido de las copas de ron.
No me lo imagino sentado al pie de la cuesta de las olas que nos llevan entre sus días o en el horizonte tomando una taza de café. Agustín les da sentido a esos horizontes, a ese escritorio, cuando se sienta enfrente de mi escritorio y habla de música y poesía, con las que hace vibrar la vida. Agustín siempre está labrando palabras para que vibren con el viento.
Tampoco me lo imagino trabajando de reportero de la fuente de política, esa que da buen rumbo a tu vida, sobre todo a tus viajes, por eso lo animo para que levante el vuelo en esa fuente, donde seguramente destacaría por su pluma acida y su sarcasmo y, al menos, ganaría un sueldo más alto. Con ese pensamiento, le digo: “Amigo, son buenos tiempos. Los periódicos, los medios de comunicación, aquí y en Roma, son la ley. Son el cuarto poder. Hay tela por donde cortar.”
Sólo comenta: “Amigo, creo que eso nunca lo haré. La política es un pantano. Puedo escribir sobre política, pero luego me arrepentiría. Tal vez me vaya por el sendero de la narrativa, y hasta gano un premio y habrá ahí dinero ganado con el corazón.”
“Ok, te entiendo, yo me arrepiento de no haber seguido los latidos de mi corazón, que era haberme dedicado por completo a la poesía o la narrativa, ser escritor, pero ahora lo veo más complicado. Se me ocurrió venir hasta este lugar, alejado de todos, hasta de mi sombra, que continuamente me recrimina”, le digo.
(Mi conciencia, que forma un ser conmigo, sólo bosteza y dice: “Vuelve la mula al trigo, desde los ochenta vengo escuchando esa letanía, Piscis teníamos que ser, “pancheros” a más no poder.” Al instante, observa el poemario La soledad se hizo relámpago, y ese largo bostezo se transforma en recriminación velada cuando le murmura: “¡Ya ves, por no decidirte, grandísimo pendejo! ¡Bien pudimos ser un solo ser, así, apretando los puños! ¡Bien pudimos seguir caminando por esas calles, atravesar pasos peatonales, ir entre sueños en los andenes del Metro! ¡Caminar, sólo caminar, para estar solos, no necesitábamos esos sueldos burocráticos! ¡Debiste escribir y darle forma a todos esos pensamientos que nos tienen vagando y nos tienen como ramas todas dobladas! ¡Bien que pudimos, al unísono, gritarle a la vida todo lo que había que gritar, todo lo que había que rabiar para plasmarlas en el papel! ¡Las palabras se las lleva el viento! Las cascadas son ingratas cuando te dejan caer con ese tipo de recriminaciones y tocas fondo porque, al final del día, no sabes quién eres. Estás en una ciudad con un sol fenomenal, como lo es el chetumaleño, pero te resta salir a caminar por el boulevard, el “bule” como lo llaman coloquialmente, e intentar ser feliz.” “No te queda de otra”, parece escuchar cuando se sienta en la alameda chetumaleña que tanto le gusta. Aunque su camisa, su ser, está empapada en sudor, pareciera que se va aligerando con el hermoso canto de los pájaros que todo lo puede, hasta sosegar un alma desdichada.)
Rómpanse en espigas las estrellas
A Agustín le gusta leer poesía en voz alta, tal vez eso fue lo que lo emparentó con el Tote, a quien le dice: “Carnal, hermano.”
Agustín alza su copa de ron “Havana Club” y lee:
El sol nace en mi ojo derecho y se pone en mi ojo izquierdo. |
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Ahora la indiferencia nieva en la tarde de mi alma, |
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por qué, |
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Soy desmesurado, cósmico. Las abejas, las ratas, |
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los ríos y las selvas me preguntan: |
“No mames, ¿quién escribió esa madre?”, le pregunta el Tote.
“Altazor, ni más ni menos”, le responde Agustín.
El Tote, ronero por excelencia, alza la copa y dice:“Rómpanse en espigas las estrellas. Vamos a mamarnos. La noche es propicia.”
Ese día, Agustín y el Tote se perdieron a lo largo de esa carretera. Iban guiándose por las líneas amarillas. Vieron volcaduras de carros que se salieron hacia la derecha y hacia la izquierda, frenaron a tiempo para dar esa vuelta tan complicada, fueron despacio bajo la turba niebla, mearon al pie de la carretera, hablaron fuerte para que el Tote (el conductor) no se quedara dormido y no tuvieran un percance, y cantaron, a petición del Tote, “Wish you were here”, y cuando se dieron cuenta estaban escondidos detrás de la maleza, gritando con voces verdes porque eran fuertes: “Quiero, queremos vivir”, y fue cuando se dieron cuenta de que estaban arriba del escenario de un “bayú” chetumaleño, como los llama Agustín, y empezaron a bailar en esa tarima verde y las “bailarinas” y los clientes los aplaudían con voces verdes, gritos verdes, y las ramas fueron creciendo porque Agustín se acordó de Norma, su mujer, y, en medio de la multitud, gritó: “Qué no se entere Norma que estoy aquí.”
“¿Quién es Norma?”, le preguntó el Tote.
“Norma es un tonto llanto con el que siempre amanezco”, responde.
El Tote no entiende esas palabras. Son ecos de esas monedas que avientas contra la pared y, a veces, te dicen quién eres.
El Tote se recargó contra esa pared y buscó ecos y monedas y solamente encontró silencios. Esa pared no estaba bien resanada. Ja, ja, ja, y el Tote se da la vuelta en la esquina y ve a Agustín. Va caminando. Está escribiendo.
El Tote se imagina cómo su amigo le va dando forma a sus metáforas verdes, porque Agustín está en un estanque verde, rodeado de latigazos de palabras que forman tatuajes de libros que nunca terminaremos de leer porque hay carruajes con caballos acicalados por los fuetes, trenes distanciándose de cartas que nunca llegarán, ladridos de perros que muerden a sus dueños, meados perdidos en las alcantarillas y tu sonrisa, amigo, tu inigualable sonrisa, se queda fija en estambres de plata cuando cantas:
Hay algunos que dicen
que todos los caminos conducen a Roma
y es verdad porque el mío
me lleva cada noche al hueco que te nombra,
y le hablo y le suelto
una sonrisa, una blasfemia y dos derrotas;
luego apago tus ojos
y duermo con tu nombre besando mi boca.Ay, amor mío,
qué terriblemente absurdo
es estar vivo,
sin el alma de tu cuerpo,
sin tu latido…
El Tote se acuerda de su exnovia, y se queda callado. Solamente alza su copa de ron y brinda con su amigo, quien pregunta: “¿Has visto alguna vez caer la lluvia?” Y en ese “bayú”, con unos billetes a cambio, ponen ese disco de los Creedence y, aunque empieza la rechifla, el Tote la ve, la siente y está debajo del árbol de las recias flores verdes, y le dice: “Creo que realmente nadie la ha visto caer, amigo.” El Tote ve un gran árbol, obviamente verde. Agustín alza su copa de ron y grita: “En tiempos difíciles, hay que darle vueltas a la vida. Para olvidar, hay que darle vuelta a la esquina.” Fue cuando cantaron “Down on the corner”, porque no estabas, carnal, Torero, y te volteamos a ver y, frente al espejo, el Tote dijo: “Carnal, hoy, siempre y anteayer te extraño. Dame fuerzas para seguir viviendo.” El Tote sabía que, en unos años, su carnal se adelantaría a ese viaje sin retorno.
Las venas laten y esperan, siempre esperan, el corte final.
En el escenario, todos aplauden y gritan.
Bajan, pero no, se vuelven a subir a aquella gran tarima engalanada por esos ritmos y ahora están bailando —con sus respectivas parejas— reggae, punta y calipso.
Todos aplauden. El barro adquiere la forma de la vida que se expresa en la sangre coagulada.
La poesía se forma arriba de esa tarima, en esos dos amigos que están cantando, bailando y gritándole a la puta vida. Ese canto es más fuerte porque al rato llegan de la nada otros amigos comunes, Paco y Joaquín, a quien algunos llaman Cuaco. Esos gritos despiertan tempestades cuando esos cuatro diablos andan sueltos: traen cuerda para rato.
(De ellos se habla en otras hojas.)
Siempre estamos arriba de esa tarima.
Somos parte de la puta vida.
Taty, hermano, hermanito, me siento solo cabrón, ven y dame un abrazo. Sólo un abrazo para sentir que estoy viviendo.
Los años pasan
Están apretujados en los cauces de esos puntos suspensivos que vamos sembrando, carnales lectores…
1998
El Tote y otros amigos, como Mario, poeta en ciernes, coinciden en un taller de “creación literaria”. El Tote quiere escribir una novela de una oficina defeña donde trabajó durante varios años, pero no termina de cuajar. Mario está en ese afán de tejer alas con sus suaves o cortantes palabras. Llevan varios años en el intento, donde transcurren acaloradas polémicas sobre tal o cual verso. De todo ello se habla en otras hojas, donde emerge la imagen de Agustín, clara como sus poemas. También surgen, como saetas, la voz y los consejos de la maestra Gloria Gervitz, de quien, igualmente, se habla en otro texto.
“Es difícil levantar las piedras para ver en lo que te has convertido”, pienso.
2021
El Tote tiene en sus manos una versión REVISADA, entendida como casi final de la novela Botas rusas[iv], porque Héctor Montiel está bien dibujadito en el espejo, tanto así que el Tote le dice: “Sí hasta pareces un dandy, cabrón, Monti —como lo empieza a llamar—. Lo único que te desdibuja es que eres un culero y quieres botar por ahí esas botas.”
—No cojas lucha. Ese singao de Agustín Labrada, pequeño burgués de mierda, a cojones quiere deshacerse de mis botas —se ríe—, mejor digamos salud con esta Guayabita del Pinar.
Acto seguido, alza su supuesta copa y la entrechoca con la del Tote.
—Salud, pinche Monti, y disculpa que los vasos sean estas jarras de plástico. Ja, ja, ja. Son enormes, espero que el “efecto mariposa” de los tragos sea leve y nos lleve a la bienaventuranza.
—Ja, ja, ja, salud, asere Tote, somos hermanos.
El brindis se expande temerosamente, dado que hablan de pobreza, y cada uno tiene una alta dotación de soles, bajos y contrabajos, y pueden formar una banda bien chingona, más bien una sinfónica para clarear esas almas desoladas que anduvieron por esas calles y esas casi favelas donde vivían, y que, quiérase o no, les dieron alma, señala cada uno por su lado, y, cuando empiezan a escuchar música de Bob Dylan, el Tote intenta hilar unos versos:
“Like a rolling stone”
Solías reírte
de todos los que te rodeaban,
de los amaneceres
que te alucinaban.
Solías emborracharte
con las líneas abiertas hacia el cielo,
y construías castillos en el viento
y seguías cayendo
en esas mañanas sedientes…
Como les pasa a menudo, cuando escuchan a Creedence, esas rolas cambian el rumbo de la conversación, y pareciera que son almas en vilo, que van en andenes del Metro, en autobuses, guaguas, taxis, y les gusta caminar por las tarde en el boulevard de Chetumal para hablar de todo y de nada, como suele suceder, pero que florece con la amistad que, a veces, toca escuchar al amigo que tienes enfrente y te platica de sus proyectos, en este caso de creaciones, anhelos, problemas, y a la inversa, en esa bonita pirinola que le vamos dando vuelta y a veces nos toca ese “TOMA TODO”, que nos hace sonreír.
Se beben el contenido de los jarrones de la dicha, como les dicen, y cuando escuchan “Lodi”, el Tote quiere volver a saludar a su hermano el Torero, que lo sabe, pronto no estará ya con él, de esas cosas que abres las manos y ya no están, y con “Angie” Héctor Montiel empieza a hablar de Gabriela, el amor real de su vida, perdido como una manzana que aún no ha caído, pero que al morderla lo ha dejado tan desamparado que siempre, siempre, lo hará gravitar alrededor de su cuerpo, su genial cuerpo, que en conjunción armoniosa con su alma, le gritó una y otra vez que valía y vale la pena vivir para abrir esos pétalos y esparcirlos por la Bahía de Chetumal por donde están y se extrañan al mirar ese sol rojo, pero cobrizo, que parece abrazarlos con esos majestuosos cantos, trinos de pájaros que se hermanan con ellos y con esa genial música que tiene una potencia decibélica y maquiavélica, dado que el Tote y Héctor Montiel están bailando “Sympathy for the devil”, y son los Rolling Stones, los Stones, los Stones, gritan al unísono y brindan al unísono, y con ese ritmo fenomenal cantan al unísono “Honky tonk women”, y se beben de un sopetón sus copas, que ahora son vasos de vidrio, porque la amistad todo lo puede y salpica buenas vibras, tanto así que van por otra tanda.
Se sientan en el malecón del boulevard viendo hacia el mar.
El Tote le dice: “Como ya lo dije en otra ocasión, el final de la novela me hubiera gustado que se fuera por otro rumbo[v], sobre todo porque estoy viendo esas fenomenales botas rusas que, aunque mojadas y zarandeadas por la brisa de las canciones, no pierden su consistencia, esa clara de huevo que les aplicaste las sigue abrillantando como el charol, pero no me gustó que las dejarás colgadas.”
Ríen y se sosiegan con ese símbolo perenne de la amistad, sobre todo porque ahora la enorme luna ronda la llovizna con la que Héctor Montiel dice: “¡Coño, ese Agustín Labrada es un cabrón! ¡Éramos pocos y parió Catana! En lugar de sus poemas, el socio debió dedicarse a fondo al periodismo: hacer entrevistas, notas y reportajes espinosos sobre México, donde los ‘chayos’ cubren la mierda de las transas de los políticos, pero hacen florecer miel en tu cartera.”
—¡Ni madres¡, para mí siguió el rumbo de su corazón, no como ese pendejo que me ve en el espejo, y se fue con el canto de las sirenas, y terminó convirtiéndose en un burócrata de cuarta, quinta categoría, ¡ah!, y que todavía me está queriendo hacer revivir. No me gusta caminar por esa oficina donde dice que fuimos felices, cuando a leguas se veía que debió ser escritor. ¡Estás equivocado, pinche Monti, y para muestra un botón!
El Tote se queda pensativo y rebobina unos versos de Agustín Labrada, provenientes del poemario La soledad se hizo relámpago.
“Escucha esto, es de la autoría de tu titiritero”, dice.
Llovía
y la casa era (blanca)
extenso paraíso
al que no bajaron
los ángeles.
La familia abandonó la flauta
y quedó ciega
imagen borrosa
en el traspatio.
Yo seguí danzando entre las trenzas
de la abuela
con la esperanza de una luz
simple como la flor del roble.
Ante el silencio de la recriminación de Héctor Montiel, el Tote arremete con la descarga de otros versos:
La tierra se hizo inmensa
a la llegada de noviembre
y en la mirada de los perros
conocimos presagios de ciclones.
Un frío antiguo
nos dejó mi padre en la ventana
graznidos a medianoche
confundían el laberinto
de una historia
grabada en sus espaldas.
Mi abuela abrió sus brazos
su amor (único arroyo)
compartiendo la humilde ronda
aunque afuera girase la tormenta.
No contento con esas explicaciones, el silencio de Héctor Montiel sigue imperando. El ron se está fermentando y el Tote, ducho en tratar de imponer lo que piensa, dice:
—¡Somos lo que somos y nada podemos hacer! Sólo cruzarnos de brazos y esperar a que vuelva a salir el sol para intentar ser felices.
—¡No jodas, asere! A ti te fue bien, porque en poco tiempo tendrás una jubilación del ISSSTE para ir tirando. No me vengas con comederas de mierda. Podrás ver el sol detrás de la ventana, bien cobijao, ¡haragán!
El Tote reflexiona y ataca de nuevo con estos versos:
Necesito unas palomas
la brisa de los bosques
hoy que las golondrinas se llevaron el pan
y el hogar sigue desierto y mudo
Con el silencio que impone su hosca presencia y la luz de la luna que lo ilumina, sigue leyendo ese poemario que, de repente, tiene entre sus manos. Es una lectura que acompasa ese brillo que emerge del mar, ese bamboleo de ese ser poderoso que es la poesía, cobrando forma en un poemario fabuloso, piensa mientras va leyéndolo y la suave brisa marítima le va dando una mejor entonación a esos versos. Cuando lee esos versos, esas copas de vidrio se transforman en jarrones colmadas del ron de la dicha, y en el cielo hay las luces y bengalas de la poesía.
—¡Mira, si pudiera cambiar mi personaje por el tuyo, créeme que lo haría! Me toca estar aquí con un güey que está neceando ser poeta, y que espero que lo logre para reencontrarme con él. ¡Me toca esperar y darle ánimos a ese bueno para nada cuando me está viendo en el espejo! Está queriendo reciclar versos de los setenta y los ochenta, qué no mame. Ya se lo dije una y mil veces: ¡El tiempo arrampla con todo!
—¡Pero ya no quiero esta estrechez de vida, coño, me gustaría ir a la Gran Manzana!
—“¡Pobrecito huerfanito / sin su padre y sin su madre; / pobrecito huerfanito / sin su padre y sin su madre!”, le canta el Tote, exagerando sus remilgos.
—Ja, ja, ja. Se ve que no has estado en esta salación.
—¡Salación madres, sí es y seguirá siendo un gran poeta! ¡Qué más quisiera!
—Pero lo que quiero yo es ir a la Yuma a buscar a Gabriela. Ella fue una realidad, amigo, no como Ana que fue un amor platónico y sólo me veía como a un “muerto de hambre”.
—Pensé que habías cerrado la puerta y tirado la llave.
—Eso pensaba, pero su cuerpo, su imagen, surge cuando menos me lo espero.
—Tu titiritero pronto solucionará el enredo, verás que surgirá otro ser, seguramente uno al que le gustarán las flores, hermano, y tendrá unos pétalos hermosos, un olor fabuloso, una miel esplendorosa por el rumbo de su ombligo, que puedes relamer e ir bajando hasta ese infinito…
Héctor Montiel bebe su ron diluido en la promesa de un mejor porvenir, dado que su titiritero está seguro de que ganará ese premio con la novela que le da forma y vida y que, ahora sí, lo ha escuchado, se dedicará a trabajar en una editorial o de burócrata para poder aspirar a una mejor jubilación. “De lengua me como un taco”, piensa al ver al Tote, amigo chilango, de quien proviene esa sabia frase, y se deja guiar por los hilos de ese comodino burócrata a punto de jubilarse, a quien quisiera emular, dado que se lo imagina meciéndose en una hamaca, leyendo cuanta chingadera se le antojara, porque sí, a Héctor Montiel se le está pegando el léxico de ese chilango, con el que puede hablar de cuanta chingadera se les ocurra, pero con la fuerza del ron, dice:
—¡No puede ser! ¡Quiero la comodidad de un mejor porvenir!
La plática se va por ese rumbo y el Tote habla de música, de son y cumbia que, como ellos, están hermanados, con el fin de cambiar el rumbo de la conversación, pero Héctor Montiel, a ratos, sigue refunfuñando contra su titiritero y el Tote, tajantemente, dice:
—¡Mira, pinche Monti, deja de estar de quejumbroso y escucha esta chingonería:
Por entonces
confundíamos las esquinas y los viernes
o nos emborrachábamos
con una vieja balada de Los Beatles
en el itinerario de las lluvias…
No vimos la tristeza del aire en los laureles
sino la noche y su deseo
en plena primavera.
—Esos versos valen más que todos tus reclamos —corta en seco la pretensión de Héctor Montiel de seguir alegando.
El Tote alarga la mano de la memoria que todo lo puede y baja de la “nube” de la Internet “She’s leaving home”, y el rumbo de la conversación gira en torno a Los Beatles, que eran mejores en algunas canciones que Creedence, y viceversa, comentan, y el plato de la tornamesa aquella, que los hermana, está girando sobre hojas verdes de los ochenta.
2023
El Tote está en su hamaca, meciendo sueños como arañas, dado que está encabronado. Quisiera que todas esas hojas ya tomaran la forma que lo contiene, que pudiera moverse por todos lados, libremente, y no estar ahí metido en ese hoyo que su patrón llama “cuarto de estudio”. Piensa que si de plano será escritor, ya debe concretar citas con editoriales para que evalúen su trabajo, y checar si realmente lo que lleva escrito tiene alguna valía.
El cristal de estos días no le gusta, pero ni modos, como muchas veces le pasa tiene que aguantar vara y quedarse callado, y seguir jugando en ese hoyo, pero no tiene canicas. Están por otro lado.
El Tote quiere alcanzar el sol, pero las cortinas lo rodean. No hay aire fresco, quiere salir a caminar, correr, pero no puede. Se imagina las geniales botas rusas de su amigo Héctor Montiel, que colgó ahí y no ha regresado por ellas. Seguramente, está disfrutando las mieles del éxito con su titiritero, piensa el Tote y sigue abismando a su patrón, echándole porras para que vuele ese papalote, que se atora por todos lados.
El Tote reconoce el valor literario de la novela Botas rusas. Tiene la trascendencia de las obras de gran calado y, además —y esto le fascina—, es una novela inmersa en la música: toda la trama y el desenlace se acompasan genialmente con melodías de diversos géneros, donde predomina el pop rock. Esas melodías conectan y reconectan los instantes de la vida de Héctor Montiel, Rony, Gabriela, El Negro y los demás coprotagonistas de la novela. Con la energía de esos cables de alta tensión, circula una incesante prosa poética. Como se dijo en otro lado[vi], es un libro “musical”, donde la prosa poética forma un arcoíris. Lo ves de lejos surcando el océano y sonríes: es un momento que se desliza fraguando un incesante círculo.
“El titiritero de Monti es un chingón en la poesía y ahora, con esta novela y otros trabajos, es un referente en la literatura mexicana, dado que es cubano de nacimiento y mexicano de corazón. Lástima que los burócratas de la literatura no le den el valor que le corresponde.”
Ahora está viendo la portada de la novela Botas rusas y vuelve a pensar que pudo haber terminado de otra forma, tal vez no dejar las botas ahí colgadas, pero ya está hecho, y pudiera ser que esos caminos que se bifurcan sean parte de la genialidad de esa obra.
Esa novela está escrita con el corazón que le habla con odio, con coraje o con pasión a la vida, a los seres queridos, a los amigos y a las amigas, a la pobreza y al amor platónico, que todo lo puede y te hace ver el mundo con otros lentes:
“Y si te duermes y cuando amanezca estas calles dejan de ser de tierra y en vez de basura hay flores en las esquinas, y, en lugar de letreros mal escritos que convidan al trabajo voluntario, encuentras publicidades lumínicas donde se anuncie un concierto de Led Zeppelin. Y si te duermes hondo y despiertas con el sol y descubres a Ana, sin ropa, junto a ti.”
Y es el Led de “Whole lotta love”, que tanto aprecia el Tote y cuya potencia le hace recordar esos días geniales de rock en la esquina de su colonia Magdalena Mixhuca, del requinto del Monstruo, las voces de los demás integrantes de ese grupo de rock, armado en ese barrio defeño, y, en medio de la fogata de esa música, está su hermano Polo, y el pequeñísimo Tote quiere ir con él y sus cuates a Avándaro, “pero no se puede”, le dice su hermano, quien agrega: “Carnalito, no se puede, estás bien chavo, para la otra, ya habrá otros Avándaro’s y Woodstock’s.”, pero no los hubo, y aún el Tote parece estar en esa esquina y se siente contento porque está escuchando rolas de Who, Rolling Stones, Doors, Jefferson Airplane, otros más.
Piensa para sí mismo que, cuando una obra te lleva a esos parajes, es una obra con gran valor literario.
….
…
Hoy el Tote y Héctor Montiel están escuchando esa música en el Mirador de Cancún, donde llegaron por los azares de los jarrones colmadas del ron de la dicha, extasiados con los dones de la vida, de la poesía.
Por ahí, se escuchan algunas rolas de rock.
“Todo es un aleteo, Tote”, dice un Héctor Montiel contento por el resurgimiento de su titiritero, sobre todo porque ya vio y olió las flores que emanan de un mujerón como Natalia, personaje central de la nueva obra de Agustín Labrada. Héctor Montiel ya la siente suya, por eso dice: “No importa que me cambie el nombre, seré el mismo.”
El Tote se ve en el espejo y no se reconoce, quiere salir del papel, darle vida.
En “La Botana” de Cancún
“He sido un minero para encontrar un corazón de oro”, le comento a Agustín, después de escuchar “Heart of gold”, rola de Neil Young. Me dice: “La vida es una mina en la palma de tu mano: puede surgir oro, plata o piedras entre tus dedos.”
(Héctor Montiel se queda viendo la escena y comenta: “El que nace pá violín, desde que está en el palo suena.” De veras que no entiende este man. El Tote replica: “Deja de chingar y escuchemos esos rolones, vienen varias melodías de Pink Floyd. Aparte, el ron hoy tiene un sabor especial.”)
Otra vez cantamos y reímos, y nos ponemos tristes con las rolas de Pink Floyd y, como adolescentes, con esa eternidad con la que moriremos, Agustín canta “Piano man, y yo le hago segunda
El Tote está cantando a todo lo que da esa rola y Héctor Montiel se reencuentra consigo mismo en el espejo y está en ese afán, y todos estamos cantando como Billy Joel.
@Agustín_Labrada
Por allá nos vemos, Taty, carnal.
#Hélices
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