Nicolás Durán de la Sierra
Conforme se aproxima el 1 de junio, día de la jornada para renovar a la mitad del poder judicial del país, el desánimo general es cada vez más notorio; vamos, el mismo Instituto Nacional Electoral reconoce que la abstención podría llegar hasta del 85% del padrón, lo que resta si no legalidad, sí legitimidad al ejercicio democrático. Se trata de un naufragio anunciado.
Por lo que respecta a Quintana Roo, hay voces oficiales que auguran apenas una asistencia a las urnas del 9%, menos de la mitad del proceso de 2019 para la elección de diputados locales, que fue uno de los más bajos de la historia estatal con sólo el 21 por ciento de sufragistas, y todo esto con base en la apertura de todas las casillas, lo que está aún por verse sobre todo en el área rural.
El desánimo es, claro está, entendible y coinciden en su origen varios elementos. Para empezar, un proceso que se basa en una tómbola para seleccionar candidatos acusa notable falta de seriedad, y luego la impudicia de los poderes legislativo y ejecutivo para colocar a sus alfiles, hacen que la renovación judicial sea tan turbia como la que originó a la que ahora está en funciones.
Para la mayoría de posibles electores, el ejercicio de la ley es un arcano que precisa de abogados que digan qué hacer y decir en un juzgado; para esa gran mayoría, por ejemplo, la voz judicatura es misterio irresoluble, y aun así se busca que vaya a las urnas para elegir a un poder del que todo desconocen en unas boletas con nombres que no le dicen nada. Suena absurdo, pero así es.
la meta de renovar el poder judicial es válida como lo es también depurar su estructura, pero es evidente que el proceso, como está delineado, no es el adecuado. ¿Por qué no aplazarlo y rediseñarlo? Quizá porque era mejor no dar tregua a un grupo de togados reacios a dejar sus fueros; quizá, en lo político, porque era mejor ganar la otra orilla, que regresar.
Las lecciones del Macbeth de Shakespeare.
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