Por Jorge Manriquez Centeno “El derecho está en todos lados“
El licenciado Flores Cano es abogado de profesión y de corazón. Es el director jurídico de la oficina, por lo tanto, tiene buen nivel. Es mando medio, funcionario.
Al igual, que el Doctor, mi jefe inmediato, no le interesa la política, sus interconexiones y sus privilegios. Es lo que me une a ellos.
Mis mejores amigos de esa oficina defeña donde trabajé por los años ochenta. Vale, descansen en paz. Verlo ahora -con estos ojos que han visto a tanta gente, escenas y lágrimas- es relativamente fácil, pero, de cerca, que es cuando vale y tienes que decir las cosas que aprecias o desprecias, es difícil, porque las lágrimas que más duelen son las que no se escuchan.
Florescano, como le decimos, es un conversador nato, pero nadie le puede seguir el ritmo de sus disertaciones sobre leyes y sus antinomias y sus abigarradas explicaciones sobre jurisprudencias, efectos de los amparos, y, en general, esos temas y tópicos que únicamente entienden los abogados.
El asunto es que, si actuaba y vivía con el derecho durante sus horas de oficina, con dos o tres tragos en la cantina, los razonamientos o argumentaciones, como las llama, se elevaban hasta el fraseo del pensamiento de los grandes eruditos del derecho, como Justiniano, Ulpiano, Hauriou, Kelsen y tantos más.
Imposible tratar de establecer una conversación cotidiana con el licenciado Florescano. No me lo imagino lavando los trastes, comprando en el mercado o pintando su casa.
La vida con todas sus vicisitudes, las más nimias, se originaban, giraban y se enroscaban con y en el derecho.
La oficina es un torrente de comentarios, rumores que, como el agua del rio, va llevando a cuestas todas las hojas, flores, pero también basura. El licenciado Florescano, por solicitud o sin ella, aporta su “grano de arena”, para llevar a buen puerto esa suciedad. Le busca una buena alcantarilla.
Para algunos es importante la orientación que les brinda y el acompañamiento jurídico de sus casos, porque sí, siempre está dispuesto a asesorar gratuitamente y ser el abogado de los compañeros en los asuntos jurídicos que se les presentan en su diario transcurrir, porque todo está ligado al derecho, desde que nacemos hasta que morimos. Por eso casi siempre tienen trabajo los abogados.
Adonde va, hasta en la cantina, lleva consigo una constitución, edición especial, inencontrable, según él, porque artículo por artículo, contiene explicaciones por parte de los juristas nacionales e internacionales más connotados, quienes, además, analizan las partes dogmática y orgánica de la Carta Magna, los derechos fundamentales a la luz del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, entre otros rubros.
“El derecho comparado es esencial para conocer dónde estamos parados en materia jurídica en relación con otros países.” “La doctrina, la jurisprudencia es imprescindible para resolver las antinomias que se presentan en los casos concretos que, además, deben valorarse conforme con las circunstancias de tiempo, modo y lugar.”
“Sííí, licenciado”, contestaba la contraparte de la conversación.
“Este libro es valioso, porque parte de este supuesto.”
“Essteee sí, licenciado.”
“Cada caso tiene sus particularidades, las cuales deben analizarse a la luz de todas las fuentes del derecho.”
“Sííí, Lic.”
“En verdad, que es un buen libro”, dije para que no fuera un monólogo.
“Un librazo, un adorado librazo, apreciable amigo”, repetía Florescano.
“Así, es”, dije convencido.
Muchas de sus pláticas dieron vueltas alrededor de ese libro. Lo hojearon.
Pero… un día desapareció el librazo, el adorado librazo.
¿Dónde está el “librazo”?
En el festejo de cumpleaños de doña Luz, Florescano dejó su librazo en un escritorio para ir por su pastel. Cuando regresó, no estaba su apreciado tesoro.
Ahí tienes a Florescano preguntando, uno a uno de los empleados del galerón de escritorios, si no sabían el paradero de su libro.
Luego, estuvo revisando discretamente escritorio tras escritorio.
Más tarde, abiertamente, abriendo gavetas sin pedir permiso. “No puede ser, no puede ser”, repite y repite.
“Debe estar por aquí.”
Estantes, libreros, expedientes del galerón de los empleados fueron registrados por Florescano. Palmo a palmo. Trecho a trecho.
Nada.
Minuto tras minuto. Largos minutos de registro.
Nada.
Risas. Murmuraciones.
Nada.
Preocupación de Florescano.
“Cálmate, no es para tanto, te vas a enfermar”, le dije.
Nada.
Prosiguió la búsqueda. Nadie soltó prenda o simplemente no sabían dónde estaba el dichoso libro.
Preocupación de Florescano. Preocupación de la oficina.
Búsqueda frenética de muchos compañeros que lo apreciábamos.
Las risas se transformaron en preocupación.
“Dios mío, ¿dónde está mi libro?”, empezó a murmurar Florescano. Ya saben, Dios es siempre nuestro último recurso, lo quieras o no, amigo lector.
“¿Dónde está mi libro?”, preguntaba Florescano.
“¿Dónde estará?”, respondía el eco de la oficina.
Cuando se impacienta una oficina, da la voz de alarma, y va en busca del culpable. Todos empezamos a buscar el libro.
Ese palmo a palmo, trecho a trecho, nuevamente lo volvimos a recorrer en compañía de Florescano.
Solidaridad con Florescano. Tiene el cariño de los empleados, se lo ha ganado a pulso y eso vale más que el estatus burocrático.
El respeto y el cariño no se compran o se instruyen en un oficio, nombramiento.
Seguimos buscando. Hasta que desistimos.
Florescano al punto del llanto, pero con una mirada colérica, pero burlona.
Silencio.
…
Abatido, sube las escaleras. Entra a su privado. Mira su escritorio.
Ahí está el “santo grial”. El bendito libro.
El color va reapareciendo en la piel de Florescano.
En su escritorio.
En la oficina.
Como en todos lados, en la oficina hay bromas, a veces crueles. Pero hay límites. Se sabe cuándo se está pasando la línea, más cuando se trata de un buen amigo. Hay consideración hacia el amigo Florescano, es buen camarada.
Me imagino que quien lo escondió, que pudo ser cualquiera, tuvo miedo de que Florescano, transformado en mando medio, como responsable jurídico, pudiera “convertirlo” en “presunto culpable”. En nuestro país hasta por unos panes, unos kilos de arroz o frijoles, te llevan al reclusorio.
Todos vieron en la transformación de Florescano los ojos de la furia. Una extraña furia, una furia burlona.
Todos tenemos ese pequeño foco rojo que puede activarse y llegar a tus ojos, para advertirnos de lo que eres capaz. Nunca había visto así a Florescano, dejándose arrebatar por esa insondable sensación de la venganza.
Florescano habló del inicio de un procedimiento laboral en contra del infractor. Era posible. Florescano pasó de la preocupación al enojo, luego al enfurecimiento/odio/extraña burla.
El autor intelectual y material de la broma no midió las posibles consecuencias en su contra. Al verlas, se arrepintió. Temeroso, pero nada tonto, lo hizo reaparecer; estaba en riesgo su trabajo sí se descubría su “mala leche”. Bueno, eso pensaba, al verlo así, tan enfurecido. La verdad no sabíamos a ciencia cierta quién y cómo había desaparecido el librazo.
Tampoco sabía que hubiera pasado si Florescano supiera el nombre del autor de tan lamentable hecho. No se lo pregunté.
Hay cosas que hay que olvidar, como cuando te manchas de mierda la suela de un zapato y la dejas ir con un poco de agua, pasto, o la haces mierda con el filo de cualquier acera.
Total, Florescano volvió a nacer.
Volvieron a ser inseparables Florescano y su librazo adorado.
Meses después, Florescano renunció a la oficina, dado que estudiaría una maestría en derecho constitucional. Cuando lo vi salir de su privado, llevaba en una mano una maleta grande con ruedas, supongo repleta de las cosas de su escritorio y sus libros, y, en la otra mano, traía consigo su entrañable libro.
Obvio, no me saludó de mano.
Sólo me dijo: “Hasta luego, entrañable amigo. Estamos en contacto.”
Le respondí: “Hasta luego, estimado amigo. Estamos en contacto.”
No estuvo tan claro eso de estar en “contacto”, dado que no lo volví a ver.
Nunca más.
#Hélices
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