HAY QUE DARLE LA VUELTA A LA HOJA EN BLANCO
La hoja virtual del “Word” está en blanco. El café no ha hecho su efecto radiante.
…
“Hoy es un día plagado de mala suerte. Ni una línea se me ocurre. ¿Será por el pinche pago que tengo atorado, que nada resplandece?”, pienso.
Bebo otro café bien cargado.
Me asomo por la ventana. La mañana es esplendorosa.
Escucho unos trinos, pero no veo a los seres grandiosos que los emiten en frecuencia modulada.
Al fin los observo. Están amaneciendo el día. Están aleteándolo con sus trinos. Tampoco veo a Salem, gato silvestre que va a comer afuera de mi casa. Le he chiflado como suelo hacerlo como medio de comunicación, y nada que aparece. “Al rato vendrá”, pienso al dejarle sus croquetas y agua en sus trastes, previamente lavados. Hay días que así desaparece, y, de repente reaparece, por ello no me preocupo. La libertad es su sino.
Regreso al “cuarto de estudio”. Pepina, la nueva gatita de la casa, que en realidad es de mi hija Adrita, dado que ella la recogió de la calle y es la única que puede acariciarla prolongadamente, rasca la puerta. Abro la puerta. Se repega a mi pierna. Los ronroneos suben de intensidad. Son geniales ronroneos. La acaricio, y mi alma se suaviza. Es la única hora que permite que la toque, en una rutina diaria que me lleva a servirle comida y agua en sus platos. Al concluir sus alimentos, se va a la ventana y se queda largo rato observando, como traspasando sus impulsos, porque empieza un nuevo día. A Pepina no le gusta salir a la calle.
Sonrío.
Regreso al “cuarto de estudio”.
Me veo al espejo que coloque por ahí, así como para saber por dónde ando, y empiezo a escribir sobre lo primero que se me ocurre.
LA SUERTE SUELE SER UN ACORDEÓN
Encontré varios billetes de 500 pesos.
Brillaban.
Estaban en el filo de una alcantarilla, a punto de caer, pero latiendo como un acordeón.
Los desdoble.
Son de un color azul maravilloso, tanto que los extendí como alfombra y mágicamente hicieron volar mí imaginación, desarticulada hasta ahora: los levanté en vilo y los puse contra el sol. Su azul lo tapaba por completo.
Estoy feliz. Lo vuelvo a decir, porque en verdad ese azul de mis billetes de 500 pesos hizo retumbar mi mente, y volví a sonreír a solas como solía hacerlo cuando me veía en el espejo.
Hay una sombra increíble: como aquellos lejanos años en que solía encontrar monedas por mi camino. Estaba chamaco cuando caminaba por todos lados. En una ocasión, sin que se diera cuenta una de mis hermanas mayores, la Yayo, me fui por la Avenida Morelos, rumbo al Mercado de Jamaica, donde me gustaba mirar las humeantes cazuelotas de pancita, sobre todo imaginarme unos taquitos repletos de “librito”, que babean felicidad. En el cruzamiento de una calle, había una enorme alcantarilla en desuso, y ahí estaba una reluciente moneda de de 50 centavos. Grande como este recuerdo. La atrapé en mi bolsillo.
Es mi moneda de la suerte. Brinca bien chido y regresa hacia mi dando sus piruetas, que van del sol al águila, y en los juegos de “volados tapados”, la pongo paradita entre las palmas de mis manos, para que, sigilosamente, le dé la vuelta de uno u otro lado, dependiendo si cantan sol o águila.
En los volados normales manejo mi pulgar a diestra y siniestra, para hacerla volar calculadamente, para que caiga de uno u otro lado. Todo depende por donde ande el viento, para que el efecto la lleve hacia el surco indicado y la haga virar a mi favor.
No puedo decir que prefiera el sol o el águila, el momento lo indica el susurrante viento. Es mi moneda de la suerte.
Y cuando la frotaba mi avorazada imaginación hacía que se multiplicaran los panes en la mesa de mi casa y que se reblandecieran los condenados al ahogarlos en el café de olla. En la primaria donde estudio ya nadie quiere jugar conmigo a los volados. No importa, siempre habrá quien quiera desafiarme, así como en los duelos en que desenfundamos nuestros revólveres en el patio de la vecindad, donde me gusta ser el Llanero Solitario, montando mi caballo “Plata”, blanco como la leche, y me encanta gritar: “¡Hi-yo, Silver, adelante!”.
Y todo se lo debo a la mierda.
“SOÑAR CON MIERDA, ES DE BUENA SUERTE”
Estaba en primaria cuando me encontré mi moneda de la suerte en esa alcantarilla, que, afortunadamente, estaba sin su desdichado contenido, además que estaba al alcance de mi estirado brazo. Muchas cosas no han estado a mi alcance y tengo que ingeniármelas para atraparlas y darles mate.
Pero en esta ocasión el brillo reluciente de la moneda me atrapó con su incesante eco, más que la estoy haciendo rebotar por todos lados porque estoy jugando “rayuela”, y le doy la vuelta al mundo en los volados.
“¡A toda madre! ¡Gracias, diosito!”, pienso, y me voy corriendo hasta llegar a la papelería de la Colonia del Parque, donde venden estampitas, y con mi moneda desplumo a todos mis contrincantes. Tengo un chingo de estampitas, y también les gané muchas monedas.
Debe decirse que un día antes había soñado con mierda y “soñar con mierda es de buena suerte: significa dinero, billetes a lo grande”, decía la madre de Andrés, y dicho y hecho, atravesé por una endemoniada racha de buena suerte, que me llevaba de la mano a jugar en el recreo, en el patio de la vecindad, por varios lados, para participar en juegos de azar, y hasta en la “bolita” llegué a ganar, aunque me retiraba a tiempo: sabía que te puede dejar sin un quinto, como a muchos amigos que se empecinaban en seguir jugando sus monedas.
Te dan ganas de reír a carcajadas cuando ganas. Pero tienes que aguantar vara porque tus contrincantes están molestos, y ese enojo los lleva a seguir jugando hasta que exprimen sus bolsillos, y agrandan los míos, y me voy hacia el “Pueblo” y corro alrededor del kiosko, y los metálicos sonidos de las campanadas de la Iglesia de la Magdalena Mixhuca engrandecen mis rezos y me persigno, y estoy contento porque pronto haré mi primera comunión, y estaré en la santa gloria de Dios padre.
La racha de buena suerte se prolongó algunas semanas hasta que perdí mi moneda. ¿Cómo la perdí? Es un enigma. Pero si de algo hay que estar seguro, es que nada es para siempre como decía mi abuelita Dolores, que, con su muerte, tristemente confirmó uno de sus mejores dichos.
LA SEQUÍA Y LA BELLA SONRISA DE LA SUERTE
Luego de esas semanas o meses de enrachada felicidad, todo se derrumbó como años más tarde diría una canción, para la mala fortuna de los enamorados, y eso fue porque en un sueño, de esos pocos que tengo, pasé debajo de una escalera, que, para colmo, era telescópica. Claro, todos querían jugar conmigo a las apuestas, ya que “ni yendo a bailar a Chalma”, ganaba ni tan siquiera un volado.
Ahora yo era el enojado. Como suele suceder en la vida, se invierten los papeles y sientes en carne propia aquel enojo de tus contrincantes, y entiendes que antes de dar un consejo o reclamo a una persona, debes ponerte en su lugar, para entender ciertos comportamientos, decía mi madre. Estar del otro lado de la luna es bien cabrón, carnal, porque sientes el eco vacío de las risas de tus amiguitos que, inclementemente, te dejan sin un quinto, más que ríen como tu solías hacerlo.
Pasando los meses, la suerte me volvió a sonreír.
Voy caminando por la pulcata “La bella Carolina”, y de repente se escuchan unos gritos. Me acerco, traspaso aquellas puertas de vaivén que tanto le gustaban a mi padre, y veo y escucho que unos señores están en una agria discusión. Empiezan los “catorrazos”, y uno de ellos, el que va perdiendo, en franca retirada, empieza a aventarle a su contrincante lo que encuentra a su paso: vi pasar dos jarras y varios vasos sin su agraciado líquido. Se estrellaron contra la pared porque el infortunado, por obvias razones, no tenía buen tino, pero fue entonces cuando empezó a lanzar algunas monedas, que, como proyectiles, rebotaban por todos lados sin lograr su cometido. Una de ellas fue a caer en la palma de mi mano. La cerré con su valioso contenido, y corrí y corrí y la suerte fue a mi rescate, dado que en el mercado de la Calle Cucurpe me encontré unos amigos y la reta de volados no se hizo esperar y los despeluqué sin clemencia alguna.
De ahí para el real.
La ciudad tiene tréboles metálicos, debes encontrar sus ecos.
Todo te lo regresa con el piar de las aves acurrucándose en sus nidos.
Esa moneda, de la cual no recuerdo su denominación pero que la imaginación me la arroja y la atrapo al vuelo, fue motivo de una fuerte disputa: un ingrato chamaco, portador de mejores puños, en uno de los volados la atrapó al vuelo, y no quiso devolvérmela. Mentalmente medí fuerzas, y dado que llevaba las de perder, sólo le di un patadón y me eché a correr. En esas lides llevaba las de ganar, dada la ligereza de mis aleteos por las calles.
Pero perdí mi preciado sol, porque sí, esa moneda caía solamente de ese lado, por ello siempre cantaba yo sol, y tenía que buscar incautos que no se percataran de ese detalle. Esa moneda le gustaba reflejarse con el bendecido sol de mi buena suerte. Por eso, cada vez que ganaba tenía que voltear a ver el sol, y restregar mi moneda contra mi pantalón para que dejara atrás el polvo del asfalto. Era un ritual muy bonito, que se perdió por la mano avezada de aquel rufián escuincle, al que, cada vez que lo veía le pintaba sus “mocos”, y me echaba a correr, sin que pudiera alcanzarme.
En esos tiempos de la primaria, me gustaba jugar al “Hula Hula”, entonar canciones infantiles, escuchar los relatos y cuentos de mi madre, y la suerte era como acordeón, iba y venía, como el dichoso o malsano viento.
Por supuesto, sobrevino una terrible sequía en cuanto a la suerte se refiere, que reflejaba la aridez de nuestra pequeña mesa. Pero la suerte regreso, así de repente: vi a una persona, desde lo alto de un edificio, que, entre maledicencias, estaba aventando ropa, tiliches, y, sorpresa, observé como caía una moneda en el asfalto. Va rodando hacia una alcantarilla… Afortunadamente la pude abrir y era de poca profundidad. Me tuve que poner una bolsa de plástico para poder sacarla de la inmundicia en que había caído. Luego, fui a los lavaderos y la limpié con bastante agua, me quite la bolsa y me lavé las manos. Pero al rebotarla contra la pared, curiosamente, no emitía ese sonido que tanto me gustaba.
De inmediato, fui a ver al Lobito para que intentara resolver el acertijo.
LA MONEDA DE LA SUERTE
Por ahí escribí sobre el Lobito. Aunque escuincle como el Tote, es un inventor nato. Es capaz de fabricar cualquier cosa o de arreglarlas. Para él nada es imposible. Como Kaliman, decía a cada rato: “Quien domina la mente, lo domina todo.”
Ahora el Tote le dice que le devuelva el sonido a su moneda de la suerte, que lo ha perdido al caer por una alcantarilla. Pudo recuperarla, pero el sonido se quedó por ahí, escondido en la mierda.
Prácticamente desde que pudo levantar una moneda, al Tote le gustaba escuchar el sonido metálico de ese pedazo de fierro, que, al rebotar en cualquier lado, adquiría un ruido propio. Absorbía los ecos de donde la hacían repercutir. Así como escuchaba que cada pájaro tenía un piar distintivo, aún los de la misma especie, o que los leones rugían con un sonido específico, que caracterizaba a cada uno de esos majestuosos seres vivos, el Tote se dejaba encantar por los sonidos del mundo, su mundo que le ofrecía un extraordinario concierto de colores, olores y sonidos, y, entre ellos, los de las monedas rebotando en el asfalto, aceras, paredes, le abrían un remolino de pensamientos.
Por eso no le gustaba que esa moneda no tuviera sonido. Era de mal agüero. El Lobito está pensativo. La rebota varias veces, y ciertamente certifica el dicho de su amiguito. Toma unas enciclopedias que están en un librero, y las empieza a hojear. De repente, empieza a leer. Toma un papel y va anotando unas palabras y números inentendibles para el Tote. Acto seguido, la pone al lado de un gran imán, quien parece no ejercer su poder de atracción. “Esta desimantada y se ahondó en la fuerza de la gravedad”, susurra. “Regresa mañana, ya sé cómo devolverle el sonido”, le dice al Tote, quien, empieza a preguntarle cómo le hará para regresárselo, sin obtener respuesta, ya que el Lobito está absorto en reflexiones sobre este nuevo problema, el cual está presto a resolver.
Al día siguiente, el Lobito le entregó la moneda al Tote, no sin antes aventarla por varias paredes, donde iba replicando el sonido metálico que tanto le gustaba al Tote. Sin mediar explicaciones, el Tote se embolsó esa moneda, y se fue a jugar. No invitó al Lobito, porque ya sabía que no le gustaba nada que tuviera que ver con los juegos de azar o la suerte. “La ciencia no comulga con esos pensamientos equívocos”, decía sin que aquellos chamacos como el Tote entendieran esas palabritas domingueras como las llamaban.
Cierto, lo buscaban para desenredar entuertos como este que estamos platicando, pero hasta ahí, además, al Lobito no lo movía la avaricia, ganar dinero por algún invento o arreglar desperfectos. No cobraba sus servicios tan útiles para la humanidad de aquellos escuincles.
Ahora con su moneda de la suerte, como la denominó el Tote, imaginariamente hacía rebotar los sonidos que se le antojaran. Es decir, la aventaba, y al rebotar por ahí -que es infinito-, se imaginaba un sonido predeterminado. Le encantaba el piar de los pájaros.
(Voy al patio de mí casa. Cierro los ojos. Escucho esos geniales ecos metálicos del amanecer. Con ese recargue de pilar, regreso al “cuarto de estudio”.)
Hasta cuando la mordía, esa moneda tenía un sabor especial: a metal maravilloso, como el sonido de la marimba.
Por supuesto, al lado de su primo el Pepón el rey de la “rayuela, el Tote era como el príncipe: le encantaba ese rebotar de su moneda en las paredes. Escudriñaba previamente el punto de choque de aquella moneda, para que, al rebotar llegará al lugar exacto, cronometrado por la mente. El ruido metálico está en cualquier pared, horizonte, anda búscalo y no te pierdas en los espacios de la indolencia. Bueno, eso lo pensó este narrador, y no el Tote, que ahorita tiene sus bolsillos repletos de monedas y canicas. El brillo de la felicidad brota frecuentemente en el rostro del Tote, cuando se deja guiar por ese sonido metálico.
El Tote ganó muchos volados con su moneda, pero no se contuvo como le decía su conciencia, aconsejándolo que no había que lapidar su buena racha. Fue entonces cuando empezó a perder, hasta que un día infausto, apostó esa moneda, la cual engrosó los bolsillos de un contrincante. Los hechos y los detalles quedaron en la esquina de la Calle Vicente Guerrero, donde justamente está situada la pulcata “La bella Carolina”.
LO QUE SIGUE
Con la secundaria los volados y esos juegos digamos de “azar”, dado que, a veces, jugábamos “lotería” con Doña Lala, entre otros, fueron quedando atrás. Por supuesto algunos chamacos quedaron como atorados en esa edad, ya que, al paso del tiempo, los veía así, como echándose volados por la vida.
Claro que echaba mis volados, pero eran de vez en vez. Y vuelvo a repetirlo, porque en verdad costó trabajo dejarlos en esas queridas calles. Ahora disipaba el tiempo libre jugando fútbol americano o en el frontenis que tanto nos gustaba.
A lo largo de mi vida muchas cosas, malos o buenos momentos se los he endilgado a la suerte. Ciertamente he conocido algunas personas que pareciera que tienen el carro de la desgracia estacionado enfrente de su casa. Sólo les falta conducirlo para irse por cualquier precipicio.
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No sé si exista la buena o mala suerte. Es algo tan subjetivo como verse en el espejo para reflejar la conciencia.
Hay épocas de trinos metálicos o tiempos de enormes desconsuelos. Desde la ventana ves caer las tardes y la luna ilumina los frondosos ramajes, cuyas hojas tarde o temprano habrán de caer.
Los buenos o malos augurios están en ese abrir-cerrar de manos que todo te lo dan o te lo arrebatan, tal vez por ello me encanta la melodía “Cantares”, pero casi no la escucho porque me mete en su foso: no me gusta ver las estelas en la mar, prefiero ir en este barco, ir acariciándolas, como la frazada que no me deja verte.
Creo que la suerte está ahí, tendiéndonos su lazo. Es como mirar el sol y decir que será un día maravilloso, o salir de la casa sin observarlo, sin pensar en esa y otras pendejadas. Y sucede que ese día es anodino y lo que le sigue.
Y pasados los años, hoy me siento muy, muy cansado, necesito reanimarme con la clorofila de ir escribiendo sobre esos y estos días…
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Ayer tuve un sueño sobre billetes.
6 am. Voy caminando por el bulevar de Chetumal.
El sol ilumina por doquier. Es un potente sol. Rojizo, o más bien de color cobrizo reluciente, como el color de mis monedas de antaño. Si lo ves bien puede impregnarte de buenas vibras. Como no quiere la cosa, voy observando los filos de la larguísima banqueta del “bule”. Voy escudriñando las alcantarillas.
Y sigo caminando.
#Hélices
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