Por Uuc-kib Espadas Ancona /
Desde el principio de la pandemia que hoy nos azota se hizo evidente una terrible disyuntiva para los distintos países: establecer y sostener severas medidas de aislamiento social para evitar la expansión de coronavirus y sufrir consecuencias económicas igual de severas, o reactivar la economía en el menor plazo posible, disminuyendo el daño a ésta a cambio de incrementar los riesgos para la salud y la vida de la población en su conjunto. México ha iniciado su reactivación económica tras más de dos meses de confinamiento general -que en la práctica distó de ser tal- y de un deterioro notable en las condiciones de subsistencia de los más necesitados. Sin embargo, la apertura se está llevando a cabo en momentos en que los contagios y las defunciones siguen en ascenso, y sin tener la certeza de si el pico de la epidemia se ha alcanzado ya, si aún no, o si el fin de la cuarentana generará un repunte y un nuevo pico. Lo cierto es que, en los últimos días, una proporción significativa de la población ha vuelto a sus actividades económicas y que, por un tiempo aún largo, tratarán de esquivar la infección que continúa expandiéndose. Esta situación fue descrita con lujo de cinismo por uno de los cuatro mayores oligarcas de México al afirmar, ante una amplia reunión de sus empleados que, de no volver a los negocios como habitualmente, en lugar de morir de enfermedad, todos ellos, él incluido, morirían de hambre. Más allá de la imposibilidad material de que un hombre que sólo en 2019 infló su ya grotesca fortuna con más de cuatro mil millones de dólares pudiera morir de inanición aún el mundo se detuviera permanentemente, la declaración ilustra un dilema real que hoy se concreta en la sociedad.
Exigencias del mismo tipo se repitieron en todo el mundo y, finalmente, la reapertura económica ha empezado, teniendo especial importancia la que se lleva a cabo en los Estados Unidos, dado el gigantesco tamaño de su economía. Esta reactivación, sin embargo, y de manera semejante a lo ocurrido con el cierre, no tendrá un impacto homogéneo en los distintos segmentos de la población. La masa de trabajadores asalariados, el 97% de la población económicamente activa en México, verá sus condiciones laborales y de vida afectadas de distintas maneras. El tiempo en que tardarán en lograr nuevamente cierto equilibrio financiero será prolongado, y para muchos significará transitar de manera permanente al enorme ejercito de pobres de nuestro país. Por el contrario, los dueños del dinero han comenzado ya a cosechar enormes ganancias como resultado de la reapertura. Según informa la revista Forbes, sólo el viernes 5 de junio, fecha de inicio de actividades de negocios minoristas en el vecino del Norte, diez de los más grandes multimillonarios del mundo se cebaron en 19,400 millones de dólares. De ellos, aproximadamente 1,570 (unos 34,500 millones de pesos) fueron a parar a manos del mexicano más rico. En un sólo día.
Es decir, dentro del modelo económico imperante a nivel mundial -como ha ocurrido durante siglos, pero se ha pronunciado notablemente en las últimas cuatro décadas- cuando la economía global pierde, pierden más los pobres, y cuando la economía global gana, este crecimiento se concentra en un microscópico grupillo de individuos. Y es justo dentro de este modelo que la alternativa para una gran cantidad de personas es jugarse el pellejo yendo a trabajar o morir de hambre. Sin embargo, esta dinámica es el resultado de un arreglo social específico, es decir, de una particular forma como las sociedades han ordenado su economía. No se trata de procesos espontáneos, inevitable en la realización de actividades productivas, sino de estructuras diseñadas y construidas con el fin específico de concentrar la riqueza producida socialmente en poquísimas manos. De esta forma, el Estado está impedido de disponer de los recursos necesarios para sostener un cierre de actividades económicas por el tiempo que exija el abatir las pérdidas humanas. La realidad de otros países nos exhibe esto con gran claridad. Desde el enorme Estado chino, que aisló la ciudad de Wuhan logrando limitar la pérdida de vidas a 4,600 fallecimientos en esa ciudad de 10 millones de habitantes y en un país de 1,400 millones de personas, hasta el pequeño pero fuerte estado danés, que recoge cerca del 50% de las ganancias de los negocios privados a través de ineludibles impuestos, y que gracias a ello pudo establecer medidas eficaces de aislamiento, diagnóstico y cierre económico parcial, logrando reducir la pérdida de vidas a 590.
El dilema entre morir de hambre o de enfermedad, duro e implacable en México, no es otra cosa que el resultado de un sistema económico despiadadamente injusto. En un arreglo económico sano, que no tuviera como característica central la desigualdad abismal, el país podría reducir muy notablemente el riesgo de infección por obligaciones laborales. A final de cuentas, el dinero para que todos pudiéramos sobrevivir esta crisis confinados y sin arriesgar la vida ha sido generado sobradamente por la sociedad. El problema es que ésta también ha decidido que la riqueza vaya a parar siempre y muy mayoritariamente a la menos de una veintena de personas a las que se ha entregado la propiedad de la economía mexicana.
Muchos de los trabajadores muertos en esta crisis de salud lo habrán hecho para garantizar las obscenas ganancias de los dueños del dinero. No es decente.
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