“Soy un payaso y colecciono momentos”
Muchas cosas se me han escapado de las manos.
Otras las recuerdo vacilantemente.
Pocos de los sucesos que dieron forma a mis recuerdos están ahí, enteramente. En general, tengo retazos de momentos especiales que surgen por cualquier flashazo, cuando observo alguna fotografía, escucho una rola, veo caer las hojas o releo algún libro especial. La vida es una maraña de arbustos que hay que hacer un lado para ver el sol.
Es como un chasquido de dedos, un volado que, con su eco, abre ese laberinto. En este instante, por la magia de la Internet, estoy viendo la portada del libro Algebra, de A. Baldor, y me suscita muchos recuerdos, en este caso, de mi paso por la prepa 6, en Coyoacán, del entonces Distrito Federal. Eran mis días de rock, pantalón de mezclilla roto a propósito, al cual le ponía cinta adhesiva blanca en esas roturas, chamarra de cuero, a la que le adherí una enorme águila en la espalda. Con ese vigor, iba al salón de clase y escuchaba con suma atención a mí maestra de Literatura, que eclipsaba todas las demás clases. No recuerdo su nombre ni sus facciones, sólo su voz que nos va leyendo algunas partes de algunos libros, entre ellos, Pedro Páramo de la autoría de Juan Rulfo, y Opiniones de un payaso, novela del escritor alemán, Heinrich Böll. Del primero hablo en otras hojas, dado que se trata de otros momentos, otro ciclo escolar, afortunadamente impartido por usted, maestra.
La maestra decía que cada libro teje su propia red y que a ella la había atrapado, desde un primer momento, la frase: “Soy un payaso y colecciono momentos”, que el protagonista del libro Opiniones de un payaso, Hans Schnier, payaso o cómico de profesión, dice en una parte de esa novela, así como la delicada forma de escribir sobre las cosas cotidianas que difícilmente se pueden plasmar en el papel porque están tan cercanas que te deslumbran, pero que ese autor utiliza para criticar acremente la hipocresía de gran parte de la sociedad alemana, que toleró la barbarie del nazismo y luego de la Segunda Guerra Mundial, siguió actuando con toda normalidad.
Decía que esa genialidad se denota en la aguda tristeza del protagonista por la incomprensible muerte de su pequeña hermana Henriette, enlistada en las juventudes hitlerianas y la pérdida de su pareja, Marie, quien lo abandona para irse a vivir con Heribert Züpner, un acendrado católico
Con ese aliento, escucho a la maestra, cuando nos lee:
“La noticia de la muerte de Henriette nos llegó cuando nos sentábamos a la mesa. La servilleta de Henriette… seguía en su aro amarillo en el aparador. Todos miramos la servilleta, que tenía mermelada pegada y una parda mancha de sopa o de salsa. Por primera vez, me di cuenta del horror de los objetos que una persona deja al marcharse o morir. Mi madre fue capaz de empezar a comer, lo cual sin duda quería significar que “la vida sigue”… Subí corriendo al cuarto de Henriette, abrí de par en par la ventana y tiré al jardín todo lo que me vino a las manos: cajitas y vestidos, muñecas, sombreros, zapatos, gorros, y tiré del cajón y vi su ropa interior, y entre la ropa curiosas cositas por las que debió de sentir cariño: todo lo tiré al jardín… Tiré cajones llenos por la ventana, y corrí al garaje y saqué al jardín el pesado bidón con la reserva de gasolina, lo derramé por el montón y le prendí fuego… Corrí al comedor, me apoderé de la servilleta con su aro, y al fuego. Leo me dijo que en cinco minutos lo hice todo, que cuanto se dieron cuenta ya las llamas se elevaban muy altas y todo ardía.”
Estamos en clase y todos prestamos atención, y, a su término, salimos del salón y nos sentamos por ahí —en algún lugar de la memoria—, rodeándola. Sigue leyendo: “Desde la muerte de mi hermana Henriette, mis padres dejaron de existir para mí. Henriette murió hace ya diecisiete años. Tenía dieciséis cuando la guerra terminaba, una hermosa muchacha, rubia, la mejor jugadora de tenis entre Bonn y Remagen… Henriette se alistó en febrero de 1945. Fue todo tan rápido, y sin dificultades, que no comprendí nada… Vi a Henriette sentada en el tranvía, que justamente en aquel momento partía en dirección a Bonn. Me hizo señas y se puso a reír, y yo también reí.”
Los seis o siete chavos que estamos interesados en la novela nos imaginamos a Henriette, y uno de ellos, que apodábamos el Cocodrilo, dice: “¡Qué tragedia y qué forma de narrar del autor, si hasta parece que estoy ahí, con mi hermanita! ¡Es una tristeza muy honda, sumamente aguda, maestra!”
Tomando como base esos comentarios, la maestra dice que la literatura es una inmensa búsqueda, es despertar en el lector la imaginación de estar viviendo esos hechos para llorar o reir con ellos. Vivir es amar y sufrir con todas las cosas que nos rodean y en su contacto nos hacen felices o inmensamente desdichados.
Comenta que estar a un lado de una persona que llora es una cuestión sumamente difícil, más explicar con sutileza esas lágrimas, es una cuestión que supera con creces el protagonista, ello cuando habla del llanto de su padre: “… ahora estaba ante la ventana y no sólo se secaba lágrimas… Salí y fui a la cocina, ya que seguía llorando, e incluso le oí sollozar un poco. Soportamos pocas personas a nuestro lado cuando lloramos, y pensé que su propio hijo, apenas conocido, sería la compañía menos apropiada. Yo no tenía más que una persona en cuya presencia pudiese llorar, Marie, y no sabía si la querida de papá era de aquellas personas en cuya presencia se puede llorar”.
La maestra escudriña con lupa la tristeza de Hans: nos dice que se agudiza por su fracaso en el trabajo. Al respecto, nos lee: “…y por la noche en un music—hall… los aplausos fueron tan tenues que oí el sonido de mi decadencia.” Y esos aplausos se ahondan en una terrible fatiga: “En medio de mi fatiga y confusión, todo giraba ante mis ojos: taxis y monjas, luces y maletas, y seguía oyendo aquellos aplausos corteses y crueles.”
“Sableando” a los amigos
La maestra dice que la literatura, en su inmensa gama de posibilidades, es como armar y desarmar rompecabezas. Decir lo cotidiano, lo que nos rodea, de una forma sublime, o ahondar en esa nada que nos atosiga. Todo es cielo, mar y tierra, depende por dónde andas y como lo mires, enfatizaba.
Uno de los aspectos que deben tomar en cuanta (acotaba) es cómo el protagonista va narrando la desgracia del alcoholismo que lo abate por la depresión de haber perdido a su amada y la falta de dinero para subsistir, que se agrava por estar seriamente lastimado de una rodilla, que le impide actuar, así como su mala racha en el trabajo, en el que ha tenido pésimas presentaciones, que se evidencian en la publicación de una crítica mordaz. De ahí, que se ve en la necesidad de pedirles dinero telefónicamente a las personas que conoce para sobrevivir. Él sólo tiene un marco que, por cierto, con la desesperación del momento y de manera simbólica, avienta por la ventana.
(Voy releyendo la novela y mi memoria va armando este rompecabezas.)
Comenta que esa desgracia de no tener ni para comer les pasa a muchas personas en el mundo, pero la forma en cómo lo narra el protagonista es genial, ya que, valiéndose de esas llamadas telefónicas, que realiza conforme con un listado de familiares y conocidos, va efectuando una crítica aguda de la sociedad de entonces, sobre todo a los católicos y protestantes hipócritas y acomodaticios.
Ese burlarse de la realidad que le toca vivir es genial, ya que Hans tiene la capacidad de reconocer mediante las llamadas telefónicas la intención, el estado de ánimo y el olor de cualquier persona sin tener que verla (“don místico de notar olores por teléfono”, dice el protagonista), dado que le basta oír la voz de esta persona a través del teléfono para que sus sentidos traspasen ese cable y estén del otro lado.
“Sensacional”, pienso, y me imagino que se lo digo a mi maestra, quien me sonríe y comenta: “Prosigamos con la charla.”
Marie
La maestra saca una moneda. Nos la muestra de un lado y luego del otro. Nos la va pasando y dice que el amor y desamor son las dos caras de la moneda. Puedes amar a alguien, pero nada es para siempre, todo termina siendo un volado. La pérdida de un amor es un hecho terrible para Hans Schnier. Escuchen esto que dice el protagonista: “El pensar que Züpfner podía contemplar a Marie vistiéndose, o que le estaba permitido mirar cómo ella enroscaba el tapón en el tubo de dentífrico, me hizo sentirme muy desgraciado.”
La maestra dice: “Jóvenes, imaginen ver a la persona que aman, pero está con otra persona. Ella está vistiéndose. Luego va al baño, voltea y le sonríe. Se cepilla los dientes. Mientras, observas desde tu escondite, que esa sonrisa no es para ti. Se ha marchado el amor de tu vida y sólo puedes verla a través de la ventana. Es ya inalcanzable, pero la puedes tocar con tus recuerdos.”
La maestra remarca esa desgracia, leyéndonos lo siguiente: “En el cuarto de baño, abrí el armario blanco de la pared. Demasiado tarde ya, una vez abierto. Debí pensar antes en el mortífero sentimentalismo que late en los objetos. Los tubos y los tarros, los frasquitos y los lápices de Marie: nada había ya en el armario, y el que tan marcadamente no hubiese nada de ella dolía tanto como encontrar un tubo o un tarro suyo. No quedaba nada… El interior del armario parecía haber sufrido una feliz intervención quirúrgica. Nada de ella, ni siquiera un botón de blusa.”
“Es una terrible soledad”, dice un amigo a quien no reconozco su voz, pero estoy seguro que expresa esa frase, la cual comparto. La memoria es un eco.
La maestra explica que lo anterior es una mezcla de tristeza y melancolía, con una buena dosis de impotencia, ya que Marie es coptada por las convenciones y costumbres católicas que ven con malos ojos que viva con Hans que es un severo crítico de la forma de ser y costumbres de los católicos, con quienes se reúne a instancia de Marie.
Menciona que también es impotencia al no poder hacer nada para que Marie regrese y, con esa delicadeza, nos muestra irónicamente la inmensa tristeza que lo atenaza, aderezada con un peculiar sarcasmo: “Yo no conozco nada carnal fuera de las carnicerías, e incluso estas no son del todo carnales. Al imaginarme yo que Marie hace con Züpfner lo que sólo debía hacer conmigo, mi melancolía crece hasta la desesperación.”
Es una tristeza indescriptible, narrada sublimemente, dice la maestra, y nos lee: “Pensé cómo Marie, cuando yo estaba en la bañera, abría las maletas. Cómo, de pie ante el espejo, se quitaba los guantes, se alisaba el cabello; cómo sacaba las perchas del armario, colgaba de ellas los vestidos, y las volvía a poner en el armario; crujían en la varilla de latón…, y cómo iba colocando sobre el cristal de la mesa del tocador sus tubos, frasquitos y tarros; el gran tarro de crema o el estrecho frasquito de laca para las uñas, la polvera…
“Noté de repente que me había echado a llorar en la bañera e hice un sorprendente descubrimiento físico: mis lágrimas me parecían frías. Otras veces me parecieron siempre calientes, y, en los últimos meses, había llorado, alguna que otra vez, lágrimas cálidas, cuando estaba borracho…”
VS la hipocresía
La maestra me pasa el libro, y me dice que lea una de las partes que tiene subrayadas: “De vez en cuando, cuando estábamos en clase entre dos alarmas, a través de la ventana abierta oíamos auténticos disparos de fusil y, cuando mirábamos asustados hacia la ventana, nos preguntaba el profesor Brühl si sabíamos lo que aquello significaba. Nos enteramos, desde luego: otro desertor era fusilado allá lejos en el bosque. ‘He aquí lo que les ocurrirá —dijo Brühl— a todos los que se niegan a defender nuestro santo suelo alemán contra los judíos yanquis.’ (Hace poco me encontré con él, ahora es viejo, canoso, profesor en una escuela normal y pasa por ser un ciudadano de ‘honroso pasado político’, porque nunca fue del partido.)”
Comenta la maestra que esa hipocresía, evidenciada por Hans, es parte fundamental de la obra, denotándose que el escritor aborrece la irracionalidad de la guerra, reflejada en el antisemitismo de gran parte de una sociedad que aceptó la crueldad del nazismo y normalizó la masacre de los judíos. Un holocausto incomprensible, dice la maestra con un dejo de tristeza. “La novela es un llamado a la paz”, enfatiza la maestra.
Reitera que el protagonista, Hans Schnier, muestra un odio contra esa sociedad y la religiones católica y protestante, cómplices de esa tragedia. Todos ellos fueron comparsas del nazismo, y, tras su derrota, la vida siguió su curso con toda normalidad.
“La misa santigua lo mismo a santos que a demonios.”, comenta una amiga, a quien identifico mediante su voz, pero sus facciones están por ahí. La maestra sonríe, y sentencia: “Bien dicho, porque debe decirse que hubo personas, religiosas entre ellas que sí criticaron y alzaron la voz contra el nazismo. Muchas de ellas fueron asesinadas por esa postura, pero la novela se refiere a ese segmento de la sociedad que estuvo de acuerdo con esa barbarie, y que, al término de la guerra, fueron hasta condecorados, en una vulgar hipocresía.”
Equipos de trabajo
Me imagino una tarea de la maestra: “En los equipos que ya se formaron, trabajarán y presentarán a la clase los siguientes aspectos de la obra:
Equipo 1: abordará los datos y hechos relevantes de la Segunda Guerra Mundial, poniendo un ejemplo de cómo los evidencia el autor.
Equipo 2: hablará sobre el “piloto automático”, al que hace referencia el autor cuando comienza el texto.
Equipo 3: hará una síntesis del listado de las llamadas que realiza el protagonista a sus conocidos para pedirles dinero prestado. No tiene trabajo y su actuación ha sido objeto de críticas periodísticas.
Equipo 4, platicará sobre el problema del alcoholismo del protagonista y la depresión que conlleva, ello ligado al abandono de su pareja, Marie.
Al final, haré una exposición de todos esos puntos y otros más, dado que la obra tiene muchos vértices.
En nuestro encuentro posclase, le pregunto si me es factible participar en dos grupos, y es un NO es rotundo, porque a todos se les debe dar la oportunidad de participar.
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Maestra, le comento que he seguido sus consejos: leo con calma, disfruto la lectura. La literatura es imaginación. Poesía, novelas, relatos, tienen sus tiempos, sus pausas y revelaciones. Cierto es que las obras que fuimos conociendo por usted, como Pedro Páramo, Opiniones de un payaso, El llano en llamas, Los de abajo y otras más, en realidad, fueron pocas, pero, hoy lo veo claro, contienen una prosa poética avasallante. Sentaron las bases de mi gusto por la literatura y eso, maestra, es algo invaluable por lo que le doy las gracias. Esos años escolares fueron geniales, maestra. En otro texto, hablo de Pedro Páramo, maestra, y espero que el agradecimiento me oriente en esa labor que me he impuesto de hablar de las cosas, personas grandiosas como usted.
Con esos libros y muchos otros más, que han venido en oleadas o en pausas, como la vida misma, tengo el gusto de soñar con ángeles y demonios, y me he adentrado en los gritos y silencios de muchas obras.
Ahora, maestra, aparte del tema del equipo 3, que ya expusimos y que versó sobre la síntesis del listado de las llamadas que realiza el protagonista a sus conocidos para pedirles dinero prestado, expondré lo solicitado al equipo 2, sobre el “piloto automático”, a que hace referencia el autor cuando comienza el texto.
Aclaro que se trata de un tema que abordo en otros relatos que hablan sobre mi vida en una oficina defeña, donde ese joven, a quien todos le decían Tote, laboró varios años, pletóricos de risas y de sinsabores, tal y como es la vida. Eran los ochenta y en la parte final de esa etapa me movía con ese “piloto automático”, al que ahora quiero hacer referencia. Obvio, está ajustado por el paso del tiempo, que nos forma como diente de león o nos deshace con el viento.
La vida son momentos que se componen o reconfiguran como la mirada a través de la ventana.
Gracias de nuevo por sus pláticas y su amor infinito a la literatura. Vaya un reconocimiento a usted, maestra, y perdóneme por no recordar, al menos, su nombre.
…
“Piloto automático”
Todos nos movemos por la vida con hábitos y costumbres; una rutina que nos va guiando como albatros buscando un punto en el horizonte.
Es difícil hacer a un lado esa rutina que conduce nuestra vida. Tenemos que bañarnos, tomar café, ir al metro, llegar a la estación respectiva. Después tomar autobús o combi para llegar a nuestro destino. Checar nuestra asistencia en el reloj checador. Ajustar la sonrisa conforme con el temperamento del jefe respectivo. Cumplir sus instrucciones. Y hay que hacer un oficio, un informe o recabar una firma. Y esa sonrisa mandona nos tuerce el día, maestra, y tengo que salir unos minutos al patio, sentarme por allá, junto a un gran árbol para recomponer mi día, ese instante, que se ahonda dentro de mí, y es negro y con mal sabor de boca, y me hace cerrar los ojos para decir: “Calma, calma, necesito trabajar, tengo gastos, no puedo mandarlo a ‘chingar a su madre’. Es el jefe, aunque haya llegado a ese puesto por una recomendación, es el jefe´.”
Como la canción, he visto caer la lluvia y me hubiese gustado acompañar a Hans en esa estación del tren y escucharlo tocar su guitarra, en ese final que necesariamente no termina en el suicidio de nuestro amigo, maestra, como a veces llamaba a los protagonistas con los que se identificaba usted.
Quiero decirle que siempre tengo en mi mente ese caminar con las manos en los bolsillos, pasar tiendas y oficinas y enfilarme por toda Tlalpan, con el metro pasando entre sueños, ver hoteles de paso con los susurros de los dealers iluminando la noche.
Hay insomnio y ganas de no estar aquí. Ahora que he escrito sobre ese periodo de mí vida, me doy cuenta de que, muchas de esas líneas, que están en otras hojas, se las debo a Opiniones de un payaso, y a usted, maestra. Por ello, le doy las gracias.
Me queda claro que cuando se altera o se atasca nuestro “piloto automático”, por el que nos movemos en la vida, algo nos está trascendiendo, para bien o para mal, como todo lo que nos rodea. Así, cuando el protagonista de la novela Hans Schnier, habla del “piloto automático” que lo ha movido durante sus últimos cinco años, me identifico con él, por eso leo:
“Oscurecía ya cuando llegué a Bonn, y me forcé esta vez a no poner en marcha el piloto automático que en cinco años de viajar se ha formado en mi interior: bajar las escaleras del andén, subir las escaleras del andén, dejar la maleta, sacar el billete del bolsillo del abrigo, recoger maleta, entregar billete, ir al puesto de periódicos a comprar periódicos de la tarde, salir a la calle, llamar un taxi. Durante cinco años, partí yo casi todos los días de algún punto y llegué a cualquier otro punto…, y en algún rincón de mi conciencia disfruté la incuria minuciosamente estudiada de este piloto automático. Desde que Marie me ha abandonado para casarse con este católico, Züpner, el funcionamiento se ha hecho todavía más automático, sin perder su incuria. Para el trayecto de la estación al hotel, del hotel a la estación, hay una unidad de medida: el taxímetro. Y así dista dos marcos, tres marcos, cuatro marcos cincuenta de la estación. Desde que Marie se ha ido, he perdido el ritmo…”
En algún punto de nuestra vida, o en varios de ellos, todos hemos perdido ese ritmo, que puede tener un final feliz, o hacerte caer como una moneda en la alcantarilla. Sólo la vez, pero no puedes alcanzarla.
Tocas fondo para recaer o levantarte. Como dice Julio Cortázar: “Nadie puede dudar de que las cosas recaen. Un señor se enferma y, de golpe, un miércoles recae… El mero permanecer ya es recaída… ¿Cómo haremos, cómo nos daremos cuenta de que hemos recaído si por la mañana estamos tan bien, tan café con leche, y no podemos medir hasta dónde hemos recaído en el sueño o en la ducha?”.
Ser feliz o su reverso, como esa moneda de la suerte que puede irse por las ranuras de la desdicha, o recorrerla, sin caer, para formar un arcoíris.
Quisiera estar con Hans, pasarle algún dinero, que ciertamente no me sobra, pero puedo ir “tirando”, como diría un amigo, y luego tomar unos tragos, yo de ron, y a él le serviré una copa de coñac de la botella que le obsequiaré. Platicaremos evitando hablar de Marie, y escucharemos música y ciertamente le agradará la rola “Sky Pilot”, de Eric Burdon & The Animals. Beberemos otros tragos. Iremos a la ventana, y el podrá distinguir la moneda, el marco, que tiró a la calle. Bajaremos, recogerá el marco.
Nos iremos en un tren y le diré: “Amigo, no quiero que te conviertas en un limosnero. Podrás haber estado un día en esa condición a que te ha llevado tu destino, pero todo puede cambiar, está cambiando, lo estás cambiando.” Bajaremos de la estación. Estaremos en Frankfurt o tal vez en la estación del Metro Chabacano. Sonreiremos y nos iremos caminando por todos lados
Pasando los años, estarás o estaré bien trajeado, podremos manejar un auto, irnos por cualquier carretera. Ver fútbol, tomar los tragos con varios amigos, despertar con una cruda enorme, o quizás ir a jugar tenis y golf, en horas programadas de la semana.
Seremos felices o infelices y nos iremos caminando por todos lados…
…
“Excelente, joven. Tiene usted un futuro en sus manos.”, dice la maestra.
“Gulp.”
No contesto.
Tampoco sonrío.
La moneda sigue perdida en esa alcantarilla.
#Hélices
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